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Leo con pasión todo lo que cae en mis manos sobre el periodo de entreguerras en Alemania. Es una época inquietante porque son los años en los que ese país se precipitó al abismo que condujo a una destrucción sin precedentes. Siempre me ha intrigado saber por qué una sociedad culta, rica, informada, llegó a vivir tamaño disparate.

Recientemente leí dos libros de Julia Boyd sobre ello. En el primero analiza el testimonio desconcertado de extranjeros que visitaron Alemania entre 1933 y 1939: ver aquella locura con los ojos de un demócrata occidental provocaba pavor. El segundo libro recoge la vida de un pequeño pueblo bávaro de cuatro mil habitantes, Obertsdorf: relata cómo piensan, compiten, incorporan al nazismo, va a la guerra, lloran a los muertos, reciben al invasor y son juzgados.

La lección principal que yo extraigo es que el feroz activismo de unos pocos, más el silencio escéptico de muchos, el miedo a la exclusión, el temor al comunismo, sumado al beneficio económico extraído por una parte de la burguesía, crearon un entorno en el que era imposible la resistencia. A partir de la llegada de Hitler a la cancillería, a lo anterior hay que sumar el terror nazi como otro factor para alimentar la locura.

Es especialmente interesante el final: Estados Unidos estaba decidido a juzgar a todos los nazis, para lo cual crea las Spruchkammer. Los juicios fueron una cadena de fracasos. No necesariamente por connivencias, sino por la complejidad que tiene la naturaleza humana. ¿Un nazi es una persona con el carnet del partido? Esto, ya de entrada, permitió que se libraran los nazis sin militancia. De entre los que tenían carnet, los había que estaban allí por el imperativo de la situación. En ciertos casos, fueron nazis convencidos en la primera mitad de los treinta, pero no cuando aquello derivó en persecuciones arbitrarias. Y después están quienes siendo nazis, tuvieron conductas arriesgadas para proteger a otros, frecuentemente judíos. Había profesores de escuela que cumplieron con las exigencias del partido pero que todos los padres sabían que eran díscolos. Y había quienes emplearon sus cargos en el movimiento nazi para camuflar a los vecinos que no cumplían con las normas demenciales.

Boyd dedica un capítulo a contar cómo el alcalde nazi Ludwig Fink protegió a todos los que pudo, no denunció, no cumplió con las exigencias nazis y, aunque seguía los dictados de su gente, era extremadamente humano. De hecho, en el juicio se presentaron muchos vecinos a atestiguar que le debían la vida. Finalmente su condena fue mínima y volvió a su antigua profesión de deshollinador. La autora también nos muestra la trayectoria de Fritz Kalhammer, el jefe local del partido, que cuando llegó al pueblo parecía un fanático pero que terminó ganándose a los vecinos.

Boyd se pregunta con horror cómo es posible ser nazi y humano. Ella misma enumera cuestiones que convirtieron aquello en un proceso imposible. ¿Se debe condenar al que se hizo nazi para sobrevivir? ¿Y al que siéndolo protegió a todos los que pudo? ¿Era una atenuante parar a los nazis desde dentro? Boyd recoge cómo dos antinazis matan innecesaria y gratuitamente a un héroe local, lo que plantea si se puede ser antinazi y malo. Los matices eran interminables y los testimonios muy raramente fueron contundentes en un sentido.

Los americanos, decididos a hacer justicia, hicieron una lista de más de cien mil nazis sólo en Baviera. En Oberstdorf, la lista era superior a 400, el diez por ciento de la población. La Spruchkammer calificó a todos, menos diez, como ‘seguidores’, cuyas penas eran pecuniarias. De los diez casos graves, apenas uno fue condenado a pena de muerte conmutada por diez años de prisión, de la que fue excarcelado en 1951.

La persecución de uno de los movimientos políticos más repugnantes de la historia de la humanidad terminó embarrancando porque nadie era capaz de tomar decisiones salvo en unos pocos casos indudables. David de Jong, en Nazis Billionaires, estudia los juicios a los grandes empresarios que se aprovecharon de las incautaciones a los judíos y de la mano de obra de los campos de concentración y también en estos casos la gran mayoría eludió toda pena, aunque aquí con más descaro.

Al final, debemos reflexionar sobre nuestra incapacidad de hacer justicia, en parte porque las cosas nunca son blancas o negras, en parte porque juzgar una conducta es terriblemente complejo y, también, porque los jueces tienen debilidades, son humanos o después deben convivir con sus condenados. Al final, creamos un monstruo pero nadie tuvo la culpa.