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Asistimos a una tal degradación de los ideales que sustentan las decisiones políticas en nuestro país que no resulta exagerado en este contexto colegir que la conformación del nuevo gobierno de España es un asunto que depende principalmente del destino de dos culos, con perdón.

Carles Puigdemont, por su parte, quiere salvar el suyo, evitando para él la inimaginable humillación de tener que comparecer ante el Tribunal Supremo a responder por sus fechorías, mientras que Pedro Sánchez necesita los votos del prófugo para mantener sus posaderas en La Moncloa, finalidad para la cual está completamente dispuesto a sacrificar las más elementales reglas democráticas y subvertir el orden constitucional, con el inestimable apoyo de su hombre en el TC, Cándido Conde-Pumpido, siempre receptivo a los deseos del gobierno socialista de turno. Cualquier otra variable en esta ecuación tiene valor cero, desde la sobreactuada representación teatral de Yolanda Díaz diciendo que el acuerdo está muy verde, pasando por la vergonzante posición del PNV, aferrándose al comodín de Vox para explicar lo inexplicable.

A partir de ahí, venimos contemplando el asombroso espectáculo en que ha convertido el sanchismo la manipulación de la opinión pública. Para el PSOE, la amnistía ya está descontada por la sociedad -es decir, por sus votantes-, de manera que la zanahoria del referéndum tiene mientras tanto distraído al personal hasta el momento en que, tal y como ha pactado con los independentistas, Sánchez salga a la palestra para decir que nada de consultas, que no es el momento y, al tiempo, sacar pecho de que él, Pedro I el Magnánimo, con su excelsa generosidad y sus cambios de opinión, ha conseguido pacificar Cataluña. Aunque sea a costa del culo del resto de los españoles, claro.

Asistí el martes a la presentación de una nueva edición del Anuari de l’Educació, fruto de la colaboración de la UIB y Caixa Colonya, publicación en la que este año he tenido el honor de colaborar con un artículo. Es ésta una cita imprescindible para todos aquellos que trabajamos en el mundo educativo -en mi caso, como jurista- y que pretendemos que mejore día a día.

Tuve la oportunidad de saludar a algunos miembros del equipo saliente de la Conselleria, como el actual alcalde de Pollença, Martí March, el ex director general de FP, Antoni Baos -reincorporado a su labor de profesor de música-, o Antoni Morante, quien me confesó que salir del circo político y, encima, tener la opción de jubilarse, ofrece una visión mucho más relajada de la vida y de la propia política. Puedo parar el despertador, o, si quiero, tirarlo contra la pared -me dijo-, un lujo olvidado para quien llevaba ocho años asumiendo casi todo el desgaste de las medidas adoptadas por su departamento. Ya se sabe que, en todo govern, los consellers dan las buenas noticias y algunos directores generales, las malas. Me alegro mucho por él, porque más allá de las naturales, y en ocasiones agrias, discrepancias habidas en el día a día de los asuntos tratados, uno llega a la conclusión de que, al final, detrás de cada cargo público hay siempre un ser humano de carne y hueso, al que, terminado su servicio a la comunidad -que eso es en realidad la política-, deseo de corazón que sea muy feliz.