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Hace dos semanas el Banco Central Europeo (BCE) decidió subir de nuevo los tipos de interés hasta el 4,5 %, una cifra que no se alcanzaba desde 2001. Este es el décimo aumento consecutivo desde julio, en lo que constituye la etapa de austeridad monetaria más agresiva de la historia de esta institución. El objetivo: frenar la inflación.

Los precios comenzaron a subir significativamente en la eurozona a principios de 2021. En primer lugar, es posible que la inflación hubiera sido desencadenada por la recuperación de la demanda debido al fin de los confinamientos y de las restricciones adoptadas durante la COVID-19, pero el factor más relevante fueron las diversas dificultades en la reactivación de las cadenas de suministro globales. A partir de 2022 se produjo una segunda ronda inflacionaria debido a la crisis energética alimentada por la guerra de Ucrania. Cada vez parece más claro que la inflación se puede mantener durante bastante tiempo por encima del 2%, actual cifra objetivo del BCE. Esto es debido a cuestiones coyunturales como el repunte de los salarios o de los precios de la energía; pero también se debe a cuestiones estructurales como las consecuencias del cambio climático, el poder de monopolio de las empresas de sectores estratégicos, o la depreciación del euro, que, por un lado, encarece las importaciones de energía y, por el otro, evidencia una preocupante pérdida de competitividad de la zona euro.

El modelo de crecimiento europeo sustentado en la masiva importación de energía y materias primas parece agotado. Para superar esta situación, en mi opinión, Europa debe articular una política económica verde -impulsada por una política activa de inversión del Estado dirigida a la producción de energías renovables y de transporte público. La inversión pública también ha de destinarse a promover la transformación digital, la reindustrialización y la descarbonización de la agricultura. Sólo así se podrá combatir el cambio climático a la par que reducir la dependencia de las importaciones. Estas inversiones, lamentablemente, no están siendo llevadas a cabo por el sector privado; más bien al contrario: los grandes grupos empresariales están boicoteando la transición energética.

En mi opinión, la solución pasa por que el Estado adopte un papel protagonista en sectores estratégicos. Los sectores estratégicos para un país son aquellos que resultan clave para que las empresas puedan aumentar su competitividad y ganar cuotas de mercado. La tarea no es fácil porque, lamentablemente, estos sectores (telecomunicaciones, producción de electricidad, refinado y distribución de petróleo, etc.), que en su momento estuvieron en manos públicas, hoy están compuestos por pocas empresas privadas con mucho poder de mercado (y gran capacidad de presión política en Bruselas). Esto retrasa y dificulta las inversiones necesarias para transformar estos sectores (los recientes escándalos de Iberdrola y Telefónica en España son claramente paradigmáticos en este aspecto); e impide que la acción propulsora de los gobiernos tenga efectos multiplicadores relevantes y traccione la inversión privada en estas ramas de actividad económica.

El objetivo es complicado, pero creo que la herramienta más eficaz para lograrlo es la política fiscal y presupuestaria. La política monetaria, por su parte, ha de movilizarse para acompañar a la política presupuestaria (para evitar abruptos aumentos en los pagos por intereses de los bonos públicos y asegurar la sostenibilidad de la deuda de los Estados), para mantener bajos los tipos de interés a fin de financiar las inversiones verdes, y para asegurar la estabilidad del sistema financiero. Justo todo lo contrario a lo que actualmente está haciendo el BCE.