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El pasado fin de semana nos juntamos para comer una veintena de familiares y amigos. Como en el anuncio de una empresa multinacional, allí había personas de hasta cuatro nacionalidades diferentes. Los había rubios y morenos, altos y bajos, ateos y creyentes, quienes no paraban de hablar y quienes preferían escuchar con la boca cerrada. Las mollejas asadas convivían con el sushi, la ensaimada de crema con el banoffee, el vino de Binissalem con el Aquarius de naranja. En las ocho horas que duró la reunión, se discutió sobre fútbol, energías renovables, música, inmigración, cine e idiomas, y estoy seguro de que me dejo algo en el tintero. Los había de derechas, de centro y de izquierdas, con sus distintos grados de inclinación. A los momentos de acaloramiento seguían instantes de brindis y risas. Era como en esas comedias británicas protagonizadas por Hugh Grant. Hacia el final de la velada alguien dijo: «tenemos que repetir esto más a menudo». Todos asentamientos. Entonces pensé que esa reunión atesoraba una victoria, tan pequeña como necesaria. Contra los que nos quieren enfrentados, hundidos en nuestra trinchera.