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Hace unos días apareció en un periódico una noticia que para mí es absolutamente desoladora: explicaba cómo once ministros del actual gobierno en funciones de Pedro Sánchez, que durante años, incluida la última campaña electoral, se desgañitaron diciendo que la amnistía a Puigdemont sería totalmente inconstitucional, ahora huían de los periodistas para no pronunciarse. Me provocó una enorme tristeza. Me puede dar igual la chaqueta que lleven, pero que se la cambien así es patético. Yo creo que esta no es una cuestión anecdótica sino el símbolo de nuestra profunda degradación política.

Nuestra democracia arrastra algunos problemas de gran calado: por un lado, que un diputado responda a su superior y no al votante. Esta es una situación completamente indeseable que desnaturaliza la representación. El diputado está al corriente de que su continuidad en la política no depende de los votantes sino del jefe, del que lo ha hecho candidato. Por eso, los diputados, da igual que sean autonómicos, nacionales o europeos, sólo miran el dedo del que manda, el cual con un ligero movimiento apunta lo que el ‘coro’ aplaude a rabiar. Esto es particularmente grave cuando se trata de legisladores, porque equivale a que el parlamento está, de hecho, al servicio del gobierno.
Un segundo fallo, este mucho más difícil de resolver, es la carencia de cultura política del votante. Por un lado, España tiene pocos años de democracia y, por otro, no ha habido líderes que transmitieran al país los valores verdaderos de la convivencia. Incluso, más bien, ha ocurrido lo contrario: muchos de nuestros políticos influyentes se han dedicado a alimentar lo que nos divide, el tribalismo, a cambio de unos pocos votos.

Lo tercero afecta a la dignidad. Siempre es mejor marcharse a casa que no arrastrarse por un cargo. En cambio, en nuestro país está absolutamente instalada la idea de que quien dimite se rinde. Lo contrario de lo que debería ser. Y peor, el votante no premia la dignidad.

Esto hace que la política española se estructure indefectiblemente en torno a un Mesías y su banda de acólitos. Este es el problema: más allá de Sánchez, más allá de Feijóo, de Armengol o de Bauzá, está la nada. Porque todos los que rodean a estos iluminados son coro, dispuestos a aprobar el mayor disparate con tal de satisfacer a su jefe.

Lo misma vergüenza que provocan estas once marionetas del Gobierno de Sánchez es la que daban los consejeros del Govern de Baleares presidido por José Ramón Bauzá: todos sabían que el jefe había perdido el control, que iban hacia el desastre y que sus políticas eran sectarias e impopulares. Pero todos callaban porque querían ser incluidos en las listas al siguiente Parlament, para seguir cobrando una nómina pública.

Esa es nuestra democracia. Cuando uno ve políticos que llevan una vida cobrando un salario público, es porque se han convertido en contorsionistas sin límites. No vean lo que ha debido hacer Rosa Estarás para estar toda la vida en el cargo mejor pagado y con más privilegios de Europa. Al margen de sus valores personales, ha tenido tantas fidelidades que da risa. Es una seguidora de Feijóo desde el mismo momento en que se confirmó la caída de su anterior ídolo, Pablo Casado. Antes había adorado a Company, Rajoy, Matas, Soler y Cañellas. Siempre convencida, siempre leal, siempre impertérrita, siempre en las listas, siempre cobrando una nómina pública.

En eso está acabando la política de este país: unos pocos mesías aplaudidos por una tropa de estómagos agradecidos. Aquí nadie está dispuesto a abordar el tema central, la relación entre representante y representado; nadie quiere reforzar de verdad el poder del ciudadano, lo cual nos conduce inevitablemente a estar rodeados de arrastrados, profesionales de la política que siempre repiten lo que viene en el manual de instrucciones. Los partidos tradicionales están anclados en esta forma de corrupción no penada: no podemos esperar que la rectificación venga de quienes nos han llevado a este lugar; Podemos nació proclamando el fin de la casta, pero apenas probó sus mieles se unió a ella y no cambió nada; y los libertarios de Vox, muy plausibles en el papel, aceptan también cómo Abascal se comporta como un dictador de puertas para dentro, demostrando que para centralismo, nadie como ellos.

Esto tiene solución: las listas abiertas permitirían que el ciudadano corrija las propuestas de los partidos. Pero eso supondría que los partidos y sus jefes pierdan control. No, nadie adopta medidas que les perjudiquen. Y aquí, el que manda debería perjudicarse en beneficio de los votantes.