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Eran poco más de las tres de la tarde. Dos hermanos, un niño y una niña, iban paseando ayer al mediodía por el Paseo Mallorca. Cargados con dos supermochilas, supuse que en esos momentos se dirigían a clase o que volvían ya a casa. Tendrían ambos unos seis o siete años de edad. Los dos eran de origen sudamericano. Yo diría que por el acento podían ser quizás de Ecuador, aunque tampoco podría asegurarlo. El niño iba ensayando con una flauta y su hermana le escuchaba con gran interés, aunque vi que en el rostro de la menor se iba dibujando, al sonar según qué notas, un ligero gesto de desaprobación. Así que el niño dejó de tocar durante unos instantes, cogió aire e inició la interpretación de la melodía de nuevo. En ese segundo intento los resultados fueron, objetivamente, mucho mejores, y su hermana le dijo: «Así es. Muy bien». Y a los dos se les dibujó entonces una sonrisa en el rostro. Ambos siguieron andando, hasta que de repente el niño empezó a correr, y enseguida le siguió también su hermana. Quizás pensaron que se les hacía tarde. Aun así, él siguió tocando la flauta, aunque ya solo a intervalos, muy animadamente. Mientras yo veía cómo se alejaban rápidamente por la calle Teodor Llorente, pensé en cuánto tiempo deben de llevar en Mallorca y en si les gustará esta tierra. También me pregunté si serán felices aquí. Y también pensé en que me gustaría que esta isla fuera una tierra de acogida para ellos. De algún modo, todas las tierras deberían de ser siempre de acogida, para que nadie, en ninguna, pudiera sentirse nunca como un extraño.