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Soy presidenta de la Real Sociedad española de fútbol. En el partido de la final de la Copa Mundial Masculina de Fútbol, celebrado en el Stadium de Australia, me dejé llevar por la emoción. No me arrepiento. Tengo un gran equipo y me siento orgullosa de mis chicos. Al principio quizás no vieron con buenos ojos que una mujer controlara sus avances, pero mi buen rollo y capacidad de diálogo pronto suavizaron las asperezas iniciales.

En este país la envidia es un defecto generalizado. Se ha hablado a menudo mal de mí: explican historia de orgías, y fiestas privadas con chicos jóvenes pagadas con tarjetas equivocadas. Me río: quien esté libre de pecado, que lance la primera piedra.

No me impresionaron las críticas por mi comportamiento tras la victoria. Soy una tía espontánea y cariñosa con mi equipo. Sin embargo el mundo está lleno de tontos que hacen una montaña de un grano de arena.

Sentí una euforia sana, un compañerismo y una cercanía con mis jugadores que quise expresar. No soy ni mojigata ni reprimida, así que me dejé llevar por el buen rollito y la na-tu-ra-li-dad. Me toqué los genitales con las manos para reconocer las dimensiones de mis ovarios ante tamaña proeza. Ya sé que estaban la Reina y la Infanta presentes, quienes a buen seguro interpretaron mi gesto con la simpatía que merezco. A continuación saludé a mis jugadores. Tenía que demostrarles mi orgullo. Se lo merecían. Así que, como si de un hijo se tratase, agarré a Iker Casillas por la cabeza con ambas manos y le estampé un pico en los labios. A ver si voy a ser menos que Sara Carbonero en sus buenos tiempos. Todo sin ningún tipo de deseo sexual porque no soy, aunque muchos lo digan, ninguna troglodita. Soy una señora de los pies a la cabeza. Lo he demostrado siempre y no dimito.