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Recuerdo cuánto me sorprendió una novela que leí hace años en la que el autor, estadounidense, hablaba de las capitales del África negra como el paraíso de los centros comerciales de lujo. Yo, que nunca he visitado esa zona del mundo, tenía en mente la imagen estereotipada que nos habían transmitido las monjas del colegio primero, los documentales y los informativos después, de urbes pobres, desastrosas, sin asfalto, con calles polvorientas, casas destartaladas y habitantes vestidos de colores vibrantes y calzados con viejas chanclas. Qué duda cabe que en todos los países del mundo, especialmente en los más subdesarrollados, hay grandísimas fortunas, familias caciquiles que acumulan la riqueza que se le niega a la mayoría.

Quizá esas personas sean las que frecuentan esos centros comerciales de los que hablaba aquel. Me ha venido esto a la cabeza al leer que Francia quiere implantar una tarifa mínima para encarecer los billetes de avión low cost, con la excusa perfecta del medio ambiente. Que esto de que los pobres volemos lo ven con recelo en las alturas. Cruceros, aviones, hoteles y resorts lleno de catetos queda mal. Se añoran aquellos tiempos de desigualdad tan brutal en la que los que merecían disfrutar de esos «lujos» eran los aristócratas y el resto conformaba una masa de analfabetos serviles que se dedicaban a hacer los trabajos sucios. O todos los trabajos, en realidad, porque eso de currar también estaba mal visto entre la gente fina. Así como en las capitales africanas persisten las calles polvorientas y las chanclas viejas junto a brillantes centros comerciales, los que mandan en el primer mundo quieren reproducir ese sistema también aquí, con la cantaleta del cambio climático. Todos pobres. Menos ellos, claro.