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Hace unos días nos sobresaltaba la inesperada desaparición del jefe de los mercenarios de Wagner, el ruso Prigozhin, en medio de una marea de teorías conspirativas. Ahora vemos la última imagen con vida del personaje: un vídeo grabado en África, pocas horas antes de subir al avión que le llevaría directo a la muerte. En las imágenes se vanagloriaba de que todo «va bien», de que «estoy vivo» y demás bravuconadas. Al verlo, sabiendo cuál era su final, se te pone la piel de gallina. Porque nadie –ni siquiera los más poderosos– sabe en qué esquina le espera su fin, ni en qué circunstancias. Durante décadas la miseria de la muerte, de la enfermedad, el dolor y la pérdida se han escondido para idealizar la vida, que a menos que te esfuerces, te da la sensación de que va a ser eterna y feliz. Nada más lejos. Al menos para una buena parte de la población. Por eso a menudo me pregunto si no sería preferible saber, desde el mismo día que naces, en qué fecha morirás. Del mismo modo que sabes qué día naciste, conocer tu límite vital. ¿No tendríamos así una vida más plena? Sabiendo que va a ser corta –por ejemplo– dejaríamos de perder el tiempo en las infinitas chorradas que nos ocupan a diario, abandonaríamos relaciones infructuosas, miles de asuntos perderían su importancia porque, realmente, no la tienen. Sabiendo que va a ser larga, quizá, seríamos más conscientes de cómo debemos organizarla, prevenir el futuro, administrar fuerzas. Es algo imposible, obvio, pero ¿no sería genial? Lejos de ser triste saber cuándo vas a morir, encuentro que lo terrible es no saberlo, porque cualquier día comentas, como Prigozhin, «esto va bien», y resulta que no podía ir peor, porque la Parca ya te está haciendo sombra.