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La luz preotoñal doraba las fachadas del centro de Madrid. La ciudad lucía como una vieja dama rejuvenecida. Quizá no hubo mejor época para la capital de España que la actual. Yo distingo entre el Madrid político, orgulloso y centralista que, desde siempre, contempla la periferia sin entenderla ni pretender hacerlo y la ciudad en sí, majestuosa y señorial. Me cuentan que el viejo pueblo manchego de los tiempos del emperador Carlos se ha convertido en los últimos años en el objeto del deseo del dinero europeo e hispanoamericano. «Vienen millonarios de México, Venezuela o Colombia, compran los mejores inmuebles del centro y se gastan una pasta en reformarlos para alquiler y venta, por eso la ciudad restalla en lujo y glamour como nunca se había visto».

Había turistas por todas partes, terrazas concurridas, restaurantes a los que nunca podrás acceder sin reserva previa. Pero puedo asegurar que en ningún momento me sentí agobiado; bien al contrario: me veía a mí mismo como el satisfecho visitante de una ciudad feliz y confiada.

Voy a ser incorrecto, y ya me perdonarán: eso del agobio turístico, la gentrificación y las ciudades convertidas en parques temáticos se lo han inventado las legiones de malsoferts que en el mundo son. A mí lo que me agobia es el ambiente inquisitorial que ha creado la izquierda en esta segunda decena del siglo. No soporto el sermoneo constante al que me veo sometido, el latiguillo de la corrección. No aguanto que me digan lo que está bien y lo que mal, cómo debo hablar y escribir. Y constato que son muchos los ciudadanos que están pasando del cabreo al miedo. Parece que un Gran Hermano desconocido haya ungido a un ejército de guardianes de la Inquisición para que vigilen en todo momento si estamos en ‘pecado social’. El mundo se ha convertido en algo así como la sede de un ‘cursillo de cristiandad’ de los años sesenta y setenta: todo de colores y los chistes subidos de tono no se cuentan, entre otras cosas porque ya los sabemos todos.

Me rebelo. No quiero ofender a nadie, pero a mí que no me digan cómo debo vivir, no me metan más miedo. Me siento como cuando era un crío y los curas me decían que el año 1960 se abriría la carta que contenía ‘el secreto de Fátima’ y que, acto seguido, vendría el fin del mundo.