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Cerraron las puertas del avión que viajaba a Palma. Por los altavoces de la aeronave comenzó a escucharse en castellano: «Bienvenidos a este vuelo que tiene como destino Palma de Mallorca. Le damos las gracias por haber elegido nuestra compañía…». Aquella voz hablaba con el micrófono pegado a los labios, lo que provocaba una estridencia acústica que dificultaba la comprensión del mensaje. Cuando terminó de leer el protocolo de bienvenida, se hizo un silencio que mis oídos –y los de la mayoría de los pasajeros– agradecimos.

La moratoria duró cuatro o cinco segundos. A continuación, la voz comenzó a leer la misma información en inglés. Confieso que mi inglés está algo oxidado, pero escuchar aquellas palabras atropelladas y estridentes me hizo dudar de si lo que estaba escuchando era el idioma de Shakespeare o un dialecto polaco. Pensé que la propiedad de aquella voz intentaba disimular su primario nivel de inglés, por eso leía como quien quiere aparentar que sabe cuando en realidad no sabe. Miré a las caras de los pasajeros como intentando encontrar algún británico. Sería fácil de identificar por la cara de circunstancia que estaría poniendo.

Cuando todo parecía haber vuelto a la tranquilidad, la voz de marras retomó el micro y comenzó a leer el mismo saludo en catalán –quizás era mallorquín, quizás fue en valenciano– no entendí una sola palabra. La velocidad superaba la de Wile el Coyote. A lo que se añadía la costumbre de pegar el micro a la boca. Cuando terminó la lectura de la bienvenida, un aplauso espontáneo inundó la cabina del avión. Pero aquel aplauso no era un reconocimiento por el esfuerzo políglota, era por haber conseguido incorporar el catalán a los idiomas aeronáuticos. Lo de menos era el mensaje, el contenido. Lo importante es decir algo, aunque ese algo nadie lo entendiera.