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Siempre he pensado que el problema principal de nuestra democracia no es tanto que la izquierda o la derecha se equivoquen en sus planteamientos como la mediocridad de los políticos ejecutores. La mayor parte de los errores que frenan nuestro crecimiento colectivo se deben a la incapacidad de los responsables para hacerse cargo de la situación. En buena medida, esto se debe a que durante años hemos venido creando obstáculos para que los mejores se incorporen a la política, obstáculos estúpidos e innecesarios que quedan bien ante la prensa pero que son ofensivos e inadmisibles.

Uno de ellos es la necesidad de la transparencia. Para mí –por supuesto, con mi sensibilidad que tal vez otros no compartan– es totalmente vergonzoso que se obligue a los políticos a que publiquen su patrimonio. Por varios motivos.

En primer lugar, porque eso significa de entrada suponer que podrían estar planeando el enriquecimiento ilícito, o sea que son delincuentes. Una persona seria a la que se le dice «desnúdate que quiero saber si llevas algo prohibido» tiene necesariamente que sentirse ofendida. Únicamente debería darle risa si es un delincuente.

En segundo lugar, y esto es absolutamente fundamental, esa transparencia nunca nos va a revelar nada útil. La idea es que al final del mandato se les va a volver a pedir que nos digan el patrimonio que acumulan y si declarasen un enriquecimiento desproporcionado habríamos descubierto al que roba. ¿De verdad, además de ladrones se piensan que tenemos políticos tan estúpidos como para incorporar el dinero ilegal a su patrimonio? Lo ilegal, por supuesto, no figura ni en la declaración de la renta ni en la declaración patrimonial. Por eso es ilegal. De manera que esta transparencia es absolutamente inservible.

Tercero, porque nadie comprueba que lo que se ha declarado sea verdad. Un político me contaba que una vez llamó a quien se encarga del registro parlamentario de estas declaraciones para decirle que tenía más cuentas bancarias que las que permitía el impreso y que la respuesta fue que pusiera las que cupieran y que las demás las dejara, que nadie va a mirar nada. Efectivamente, esta es una ceremonia vacía, ridícula, porque no existe autoridad alguna que compruebe nada, lo que conduce a que se declaren patrimonios absurdamente bajos que, si fueran verdaderos, ponen en serias dudas la capacidad del político en cuestión para gestionar: si no ha sido capaz de adquirir un patrimonio mínimo en toda su vida activa, ¿qué puede hacer con lo que no es suyo?

La publicación de estos patrimonios es, a todas luces, una puesta en escena sin otro fin que permitir el cotilleo: «mira, a este se le olvidó la casa de tal lugar», «¿a nombre de quien habrá puesto su empresa?», etcétera.

Recuerdo un político que no quiso poner a nombre de un testaferro una empresa de la que vivió toda su vida y al que los rivales privadamente le recomendaron que hiciera las cosas bien, que le pidiera a un familiar que se hiciera cargo, lo cual es un truco para eludir el cumplimiento de una legislación a todas luces inútil. Tan extendido está el engaño, que todos te sugieren que escondas la participación en una empresa a nombre de otros y ya está. No cambia el fondo, pero todos nos quedamos contentos.

Las exigencias inadmisibles y ofensivas se extienden incluso después del final del mandato. Durante dos años, según dice la ley de incompatibilidades, el político no podrá trabajar en nada que tenga que ver con su antigua actividad institucional, excepto los funcionarios, que son honrados por definición. Nadie lo va a comprobar, pero si a alguien le preocupara no actuar en la ilegalidad, lo que se hace es prohibirle a una persona del mundo privado que vuelva a su actividad tras acabar su paso por la política, sin recibir nada a cambio.

¿Nos damos cuenta que estas exigencias empujan a la gente seria a despreciar la política? ¿No vemos que es inadmisible que el primer día se le diga a alguien que llega «mire, yo dudo de las intenciones que tiene usted, por lo que le exijo que publique todo lo que tiene y ya veremos al irse qué se ha llevado»? Si no se ofenden con ello, al final les decimos: «ahora, al irte, como sospecho de que vas a beneficiarte de lo que has visto en el cargo, te prohíbo que trabajes en lo que sabes, sin darte nada a cambio». Como si en el Govern, además de intrigar, se pudiera aprender algo útil.

El Partido Popular y Vox, como vemos, siguen el camino trazado. Era de esperar porque aquí reina lo políticamente correcto. Y lo correcto es aceptar esta farsa de que publicando el patrimonio ya somos honrados. No es así, claro. El ladrón pasa por todo esto sin problemas precisamente porque está dispuesto a robar. Para ellos, que los hay, engañar al Govern en la declaración de su patrimonio o de sus intereses económicos es una minucia. Es como exigirle a quien roba un banco que aparque bien el coche a emplear en la huida.

Con estas exigencias, simplemente estamos impidiendo que la gente seria se incorpore a la política. Podría ser que alguien estuviera dispuesto a sufrir estas vejaciones por las ganas de trabajar en provecho de la comunidad, pero aún le quedarán muchas más humillaciones, empezando por el desprestigio social que tiene este trabajo, justamente por estar sometido a cuanta tontería existe.
Sometiéndolos a estas humillaciones, tratándolos como ladrones, pagándoles salarios ridículos por la responsabilidad teórica que tienen, es normal que al final tengamos políticos mediocres. Lo raro es que aún quede alguno de valía.