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La ecología se ha convertido en una ola descomunal a la que hay que subirse sí o sí. Ningún actor social puede prescindir es de proclamarse defensor del medio ambiente. A ultranza. Sin embargo, siendo lo más importante, ser o no ecologista viene después.

No hay empresa hoy que no le ponga algún tipo de distintivo incluso a sus camiones más contaminantes; hay quien declara su sensibilidad ecológica en los paquetes de galletas en los que cada unidad viene envuelta en plástico; a un hotel le basta con usar cucharillas de madera en el café para ponerse la medalla. Es impresionante leer los informes de los directivos de las petroleras o de las aerolíneas contando los esfuerzos ecológicos que, si fueran verdad, harían innecesaria la lucha contra el cambio climático. Los políticos, por su parte, tienen que tener autobuses ecológicos y han de producir energía verde si quieren ser competitivos. Incluso meses después de incorporar una flota de buses con energía convencional.

Es lo que ha pasado en la última campaña electoral en Baleares: el Govern se presentaba con una planta pionera en la producción de hidrógeno, a cuya inauguración había asistido la cúpula. Era la demostración palpable de que estábamos en el futuro. El ayuntamiento de Palma, a días de ir a las urnas, sacó a la calle buses a hidrógeno, en una demostración de que está donde hay que estar. No ha bastado, pero en ecología se hizo lo que indica el manual de marketing.

Hasta que se ha sabido la verdad: la planta de hidrógeno pionera, situada en Lloseta, no funciona. No es culpa del Govern, pero sí es su responsabilidad haber ocultado lo sucedido. Y, a nivel de Palma, los autobuses no pueden funcionar porque no hay hidrógeno debido a la avería en Lloseta. Los actuales gobernantes, con todo el ánimo de hacer daño, dicen que se pierden treinta mil euros mensuales y que la solución al problema no será cuestión de unas semanas.

Observen la paradoja: para que funcionaran, los autobuses emplearon durante un tiempo hidrógeno importado de la Península, lo que obviamente implicaba usar camiones y barcos que emplean combustible convencional. O sea que contaminamos para demostrar que no queremos contaminar. Contradicciones del marketing contemporáneo.

A este disparate tan extendido hoy, los anglosajones lo llaman ‘green washing’, que vendría a ser disfrazar de verde ecológico el mundo, sin cambiarlo. Una estrategia más de marketing, donde lo auténticamente grave es que no se va al fondo sino que se limita a la superficie.

Lloseta y los autobuses de hidrógeno son apariencia, marketing, superficie, nada más. Si fuéramos a hacer las cosas en serio, ni siquiera la propia idea de la planta de Lloseta tiene sentido. Lo voy a explicar.

Baleares produce apenas el siete por ciento de su electricidad con energías renovables. El resto, de forma convencional. Es decir, la prioridad en el archipiélago es producir energía verde, cosa que Lloseta sí hace. El problema surge con el destino de la energía de Lloseta.

El empleo de la energía tiene niveles de eficacia. Por ejemplo, los combustibles tradicionales apenas emplean una cuarta parte de su potencia en la tracción de un vehículo. El resto, se pierde. Es el peor método de empleo de la energía. En el caso de la electricidad, su rendimiento es máximo. No llega al cien por ciento pero se le aproxima. Por su parte, el hidrógeno es mucho más eficiente que los combustibles tradicionales, pero bastante menos que la electricidad.

Es decir que en una región como la nuestra, donde la energía renovable es tan escasa, deberíamos atender prioritariamente a la producción y consumo eléctricos, capaces de ofrecer la máxima eficacia. Recordemos que toda la energía eléctrica producida en Lloseta, que es de origen solar, y que se destina a producir hidrógeno, se detrae de la que se requiere para producir electricidad en las Islas y, por lo tanto, se reemplaza por combustibles convencionales. De nuevo, contaminamos para decir que no contaminamos.

Es probable que un día necesitemos hidrógeno. Pero también es posible que necesitemos combustibles sintéticos que funcionan en coches tradicionales y en aviación y no emiten CO2. Hoy todo el mundo alberga dudas sobre qué modelo será el que se imponga.

Hoy, aquí, nuestro verdadero problema de fondo es que estamos invirtiendo en hidrógeno cuando no es el mejor modo de optimizar la escasez de energías renovables que sufrimos. Mientras, seguimos importando gas para producir energía eléctrica. Las paradojas del pseudo ecologismo. Del marketing.
En todo caso, incluso más allá de la verdadera oportunidad de la planta de Lloseta, el espectáculo de la ocultación del fallo técnico es sintomático: revela un interés puramente electoral, que desgraciadamente domina al político contemporáneo. Eso es probablemente lo que los arruina: más que ser quieren parecer, sin darse cuenta que esa apariencia siempre termina por revelarse como lo que es, destruyendo la menguante reputación que les pueda quedar.

Antes, casi a principio de la legislatura, a alguien del ayuntamiento se le cruzó por la mente poner un contador de árboles en otra muestra de sensibilidad ecológica, aunque aquello sólo demostró la incapacidad para hacer que algún empleado municipal se encargara de actualizar la información. No sirvió ni como ‘green washing’.

Lástima que todo se destapara después de las elecciones.