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El catedrático de Geografía Humana Pere Salvà asegura que en menos de veinte años –allá por 2040– Mallorca tendrá un grave problema poblacional: habrá una eclosión de jubilaciones y no tendremos suficientes jóvenes y niños para el necesario relevo generacional. Yo, que he conocido la Isla en los años ochenta y que soy partidaria del decrecimiento, encuentro que no es ningún problema. De hecho, es probable que miles de esos que nos tenemos que jubilar en los años venideros regresemos a nuestros países o regiones de origen, donde la vida será seguramente más tranquila y más barata. Tampoco será ningún problema que los negocios que no encuentren suficiente mano de obra echen el cierre y con ello aligeren un poco la carga de población, ruido, agitación y movimiento que soporta la isla. Quizá, así, poco a poco podría volver a ser la de la calma, que se ha desvanecido hace tiempo. De cualquier modo, el progresivo y tenaz aumento de población que vivimos desde hace cuarenta años no ha servido para elevar el nivel ni la calidad de vida de los habitantes, todo lo contrario, venimos cayendo en el ránking de regiones europeas de forma estrepitosa. ¿Dónde está entonces el atractivo de crecer y crecer y crecer? En que algunos empresarios se forran. Y, con ellos y sus empleados, las arcas públicas de las Islas vía impuestos. Al ciudadano de a pie le llega poco o nada de ese éxtasis de riqueza imparable y, a cambio, le perturban día y noche las consecuencias de ese frenesí: demasiada gente en todas partes, coches, contaminación, turistas, ruido, listas de espera en la sanidad, aulas petadas en los colegios e institutos, todo carísimo, imposible aparcar, ir a la playa, hacer excursiones. ¿Que se marchan la mitad? Ojalá.