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Hay luchas que son eternas, y se van desarrollando a lo largo de siglos. La guerra de sexos. El Norte y el Sur. Los ricos y los pobres. Las ciencias y las letras. El Barça y el Real Madrid. La imagen y la palabra. Si nos quedamos en esta última y la examinamos, nos daremos cuenta de lo mucho que ha dado que hablar y de cuánto se ha escrito acerca de la prevalencia de una sobre otra. Desde que tengo uso de razón –y sin desdeñar en absoluto las imágenes–, me recuerdo siempre intentando destacar la importancia de las palabras por encima de las imágenes. No sé por qué; será algo congénito, supongo. Y aunque en algunas ocasiones me ha resultado difícil, creo que ya estoy muy mayor para cambiar de bando. Hace poco más de veinte años el lingüista valenciano Jesús Tuson se hizo muy popular tras la publicación del libro Una imatge no val més que mil paraules. En media docena de páginas y con pasmosa facilidad dejó asentada la falsedad que encierra la frase «una imagen vale más que mil palabras», así como la de otras ideas relacionadas con las lenguas y el lenguaje (las lenguas con más hablantes son más útiles, en algunas lenguas no se puede hablar de cosas abstractas, etc.). Las imágenes son capaces de sustituir un tipo de lenguaje casi primitivo, expresiones simples, llamadas de atención (es el caso de las señales de tráfico, por ejemplo). Sin embargo, no son suficientes para expresar cualquier tipo de intención, algo que precisa de oraciones subordinadas precedidas de nexos inequívocos. Todo esto viene a cuento porque hace unos días me quedé pensativa mirando los mensajes de WhatsApp: ¿por qué somos incapaces de escribir algo sin añadirle uno (o muchos) emoticonos? Es inaudito, casi alarmante. Y no me refiero al hecho de representar una idea mediante una imagen, sino al hecho de combinarlos: parece que si no ponemos dibujitos al lado de las palabras, no nos estamos dando a entender. Efectivamente. Ya me lo dijo una amiga: si no pongo una carita que ilustre lo que quiero decir, no me quedo tranquila. Escribimos: ‘un abrazo’, y acto seguido recurrimos a su representación. Es que somos muy redundantes. Y, sobre todo –quién lo hubiera dicho–, muy muy primitivos.