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Hace escasos días conmemorábamos el 54 aniversario de la llegada del ser humano a la Luna. Para mi generación, un hito que marcó nuestra visión del cosmos. Parecía entonces que la humanidad iba a salir disparada hacia la conquista del espacio exterior y que los avances tecnológicos que derivaban del programa espacial iban a proporcionarnos una sociedad en la que reinaría un bienestar sin parangón.

Hoy, sin embargo, el 82 por ciento de la población mundial es menor de 55 años, o dicho de otra forma, ni siquiera existían cuando Neil Armstrong dejó su huella en la superficie lunar. Dado que el programa Apolo finalizó abruptamente en 1972, generaciones de hombres y mujeres han crecido sin una idea aproximada de lo que aquello significó.

Quienes hayan visto la magnífica película Apolo 13, recordarán el preciso instante en que los tres astronautas asumen que su sueño se desvanece, que han perdido la Luna para siempre.

La carrera espacial, surgida de la dialéctica de los dos bloques y basada en gran parte en el gigantesco salto tecnológico que había supuesto la II Guerra Mundial, constituyó una ilusión colectiva que, por vez primera, abarcaba a casi toda la humanidad. Luego llegó la llamada ‘crisis del petróleo’ y la restricción presupuestaria de estos programas, que quedaron limitados a las lanzaderas y al establecimiento de estaciones orbitales permanentes de carácter internacional.

Durante las últimas décadas hemos dejado de pensar como especie para centrarnos en nuestra singularidad individual. Han surgido infinidad de ingenios para hacernos la vida más fácil, impensables hace cinco décadas, como los teléfonos inteligentes –que han acabado hasta con los ordenadores personales en el ámbito privado–, y otros muchos que, al tiempo que nos ofrecen un abanico de posibilidades infinito, nos sumergen en una globalización que ha hecho nuestro mundo habitable mucho más pequeño que en 1969. Quién iba a decírnoslo.

Muy pronto, hasta los propios individuos vamos a ser desplazados por la inteligencia artificial en multitud de tareas. Ha sido Siri y no la Enciclopedia Espasa quien me ha informado, por ejemplo, de qué porcentaje de la población mundial tenía más de 54 años. Y esa es solo la versión más doméstica de la IA. China lidera ya la fabricación de compañeras robóticas para los casi 20 millones de ciudadanos varones que no tienen esperanza alguna de emparejarse a una persona del sexo opuesto debido a la desproporción que acarreó la política de hijo único. Hablan, aprenden los hábitos de su ‘compañero’ humano y, llegado el caso, le satisfacen sexualmente. El afecto por las cosas no es nuevo, pero hasta ahora no había sustituido al sentimiento amoroso entre personas. Nos encaminamos a un mundo en el que los seres humanos podrán emparejarse –y desemparejarse– a humanoides fabricados a medida y sometidos a todo cuanto capricho permita el bolsillo. Produce vértigo pensar que nos adentramos en el fin de la humanidad como la conocemos –hombres y mujeres– porque todos nosotros resultaremos totalmente innecesarios a nuestros congéneres. Para qué complicarse la vida junto a un siempre difícil e inestable ser de carne y hueso.

Nos falta, más que nunca, una ilusión colectiva, porque también nosotros estamos perdiendo la Luna.