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Seguramente hayan oído hablar de esta droga que está convirtiendo algunos barrios de la antiguamente elegante Philadelphia en una suerte de pesadilla zombi más propia de una película de terror que de la realidad en un país próspero. No es ningún invento, existe desde hace tiempo como medicamento para mitigar los dolores más atroces y se dice que es entre cincuenta y cien veces más fuerte que la morfina o la heroína. No quiero ni imaginar cómo debe ser el colocón de esta droga que arrasa Estados Unidos y que, según las noticias, ya ha llegado a España. En Madrid y Barcelona se han tratado los primeros casos de sobredosis. Las malas lenguas incluso aseguran que la larguísima guerra de Afganistán tenía como (casi) único objetivo por parte de Estados Unidos controlar la producción de heroína -cultivan entre el 80 y el 90 por ciento de lo que se produce en el planeta- y que, una vez que el país más poderoso del mundo ya no necesita el opio porque tiene fentanilo para sus drogatas, abandonó esa sangría inútil y regresó a casa. Y es que, aunque parezca imposible, hay mucha gente que acoge con alivio la drogadicción. Creen que es mejor que la chusma esté colocada y finalmente muera a causa de una sobredosis. Se leen comentarios así a menudo en las redes. Desde la extrema derecha aplauden la llegada del fentanilo a España, con la convicción de que se llevará por delante a unos cuantos ‘rojos’ indeseables. Tremendo. A mí, lo que me escarrufa es que haya entre nosotros tantas personas que necesitan drogarse. Y tantas que escogen abandonar esta vida por la puerta de atrás. ¿Es inviable desarrollar una existencia tranquila, agradable, satisfactoria? Para muchos, eso tan sencillo se ha convertido en utopía.