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En pleno siglo XXI, al sur del Río Bravo, el 88 por ciento de la población actual de México desciende de los antiguos pobladores americanos, es decir, la sangre indígena corre por sus venas, hablan en sus 68 lenguas propias y mantienen viva su cultura. Al norte de esa frontera natural, solamente el 1,7 % de la población actual estadounidense tiene ancestros indios. La leyenda negra que persigue a la colonización española nos habla de exterminio, de genocidio y de muchas cosas más, algunas muy ciertas, pero lo que no puede ponerse en duda es que esos apelativos deberían llevarlos los ingleses, responsables de que los indígenas del norte de América hayan quedado reducidos a la mínima expresión, su cultura aniquilada y su población confinada en reservas. He recordado estos datos al contemplar los últimos movimientos del Gobierno británico en relación a los inmigrantes solicitantes de asilo que llegan a su territorio. El flete de esa espantosa embarcación-cárcel en la que piensan encerrar a quienes aspiran a quedarse a vivir allí tiene muchas reminiscencias del pasado. De hecho, la naviera de Liverpool que construye esa monstruosidad es la misma que, hace algo más de dos siglos, todavía llenaba las bodegas de sus barcos de africanos con destino a la esclavitud en el nuevo continente, donde construirían con sangre, sudor y lágrimas grandísimas fortunas blancas. La capital europea de la industria negrera estaba en el Reino Unido y, después de acabar casi con todo rastro de las culturas ancestrales del territorio americano que dominaban, todos sabemos cómo trataron a los africanos que alcanzaron la libertad. Ha llovido mucho y la cruel incoherencia es que el primer ministro que abandera esa locura es, también, un inmigrante.