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Es natural que el ganador de las elecciones generales piense reclamar ante el Rey su derecho preferente a recabar la confianza parlamentaria para convertirse en el próximo presidente del Gobierno. Si rehúye ahora el protagonismo ganado con una mayoría absoluta en el Senado y una ventaja sobre su adversario en el Congreso (136 escaños frente a 122), es que no tiene madera de líder y está creando las condiciones para abrir la batalla sucesoria en el PP.

El escenario está abierto, pero Feijóo tiene que asumir que juega contra dos elementos estructurales imposibles de remover. Uno, la extracción parlamentaria del presidente del Gobierno (no cuentan los votos sino los escaños). Y otro, la mejor adaptación del PSOE a la pluralidad ideológica y territorial del Parlamento. Lo que no procede es apelar a la condición del PSOE como partido de Estado para evitar que Sánchez vuelva a apoyarse en los grupos independentistas después de haber pregonado durante la campaña la derogación del ‘sanchismo’.

Naturalmente que el PSOE es un partido de Estado, lo diga o no lo diga Feijóo. Lo es por encima de Feijóo y del propio Sánchez, que son dos líderes contingentes, a los que antes o después sobrevivirán sus respectivos partidos. Casualmente, los dos pilares centrales de un sistema alimentado hoy por hoy por un formidable ejército de voluntades a nivel sociológico (más de 16 millones de españoles) y a nivel parlamentario (más 258 diputados instalados en la centralidad ideológica) con aversión a los enemigos del sistema.

Esa aversión está fuertemente arraigada en el PSOE como partido de Estado que es. Lo discutible es que las tesis de Sánchez y su praxis política (acercamiento a enemigos del sistema para mantenerse en el poder) sean un peligro real para la supervivencia del Estado.