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El ‘contubernio’ PP-Vox en el Ajuntament de Palma ya ha dado su primer aldabonazo: modificar la normativa lingüística para que el ciudadano pueda elegir en qué lengua se le atiende. Sin duda la derecha da por hecho que miles de vecinos exigirán ser atendidos por la Administración en español y que estos se habrán sentido hasta ahora discriminados. Pero, ¿qué ocurre si miles exigen ser atendidos en catalán? Lógicamente, que los funcionarios que se encargan de eso tendrán que dominar también ese idioma, ¿verdad? Así que, mientras haya quien solicite atención pública en catalán, para llegar a ser un empleado público el conocimiento del idioma autóctono tendrá que ser requisito. Pero esa es otra historia.

Los nuevos mandamases de Cort se emocionan y enorgullecen de lo de otros –el castellano– mientras demonizan o desprecian lo propio –el catalán–, cosa incomprensible para cualquiera que ame su tierra, a sus padres y a quienes les precedieron. Quizá se aferran a esa mentalidad setentera en la que para parecer más pijo y más ‘gente bien’ lo cool era hablar como los forasteros. Ahora corre una corriente parecida en la que lo cool es precisamente hablar –o intentarlo– como los de fuera, pero de más afuera, en inglés. En fin, modas tontas que ha habido y habrá toda la vida.

El caso es que la normativa lingüística palmesana se aprobó en 1987 por unanimidad y hoy se destruye con enfrentamientos ideológicos. No hemos mejorado, todo lo contrario. Habría que preguntarse qué porcentaje de la población de Palma era mallorquina –de genética y de habla– hace casi cuarenta años y cuál es ahora. Nos sorprenderíamos seguramente. Ese ‘cosmopolitismo’ que nos invade no es otra cosa que la pérdida de personalidad y de cultura propias.