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Los que hemos visto culebrones mexicanos sabemos bien qué significa esta preciosa palabra que describe de forma certera el estado de ánimo que mostró el presidente del Gobierno en el último debate, a pesar de tener a la combativa Yolanda Díaz como escudero. Quizá víctima del cansancio de hilvanar dos campañas electorales consecutivas además de las obligaciones de la presidencia europea, lo cierto es que Pedro Sánchez estaba apagado, un poco adormilado, como cuando te dan esas pastillas contra la ansiedad que te sacan el espíritu y te quedas un poco separado de la realidad. Sereno, educado, con buenas maneras, sacó datos y presumió –con mucha mesura– de los logros de su difícil mandato. También admitió errores y reconoció las graves complicaciones a las que ha tenido que enfrentarse.

Pero todo ello sin energía, como si, de algún modo, le importara poco ya ganar o perder. A su lado, la gallega evitó desgañitarse –es un alivio– y solo se sulfuró ante los conatos de machirulo del que posaba a su derecha. Ay, la derecha. Qué triste estampa. Personalmente lo que más me llamó la atención de la intervención de Santiago Abascal no fue el contenido de su discurso –pura vacuidad amorfa–, sino su aspecto. Hay que reconocer que los asesores de imagen han hecho un trabajo bárbaro para civilizarlo. Le han blanqueado la piel –o eso parece, porque antes era un tipo cobrizo o bien tenía más tiempo para tomar el sol–, le han enfundado un traje y le han aconsejado que afloje en su actitud chulesca. En eso han acertado, en el resto, más de lo mismo. Sin propuestas, sin ideas –más allá del esperpéntico ¡Viva España– y sin argumentos. Derogar el ‘sanchismo’, la misma matraca recurrente y ridícula de su colegui.