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Creo que a todos los periodistas nos ha pasado alguna vez que cuando te preguntan a qué te dedicas y confiesas tu profesión, el interlocutor levanta las cejas, sonríe y exclama «¡qué suerte!». Nosotros sonreímos también, pero con lástima. Porque el periodismo es uno de los oficios más desconocidos e idealizados del mundo. Por eso todos los periodistas hemos vivido la escena en la que alguien pretende quedar con nosotros para ir al cine, a una cena, al teatro o, simplemente, a la playa el fin de semana y tenemos que contestar «ay, lo siento, pero no puedo, tengo que currar». Sí, porque el periódico se publica todos los días del año –excepto dos fiestas de guardar– y eso exige turnos, horarios interminables y una dedicación a prueba de bomba.Es un trabajo vocacional, pero por mucha vocación que tengas el nivel de exigencia y sacrificio resulta a veces infernal. Por eso, dicen las estadísticas, en los países anglosajones –donde el periodismo es realmente algo sagrado– el grado de desilusión de quienes estudiaron la carrera y empezaron a trabajar en ello es del 87 por ciento. No creo que haya ninguna otra profesión con tantos arrepentidos. Porque, claro, a ninguno de nosotros nos envían a Afganistán a fiscalizar a los talibanes, no hemos pisado Ucrania ni por casualidad, rara vez hemos entrevistado a un actor famoso y muchos, muchísimos, ni siquiera salimos de la redacción o de la oficinita del gabinete de prensa o de la publicación on line. Somos soldados obedientes y capaces, pero mal pagados, a los que se nos exige devoción, estar al pie del cañón todas las horas del día y «disfrutar» cada vez que la exigencia sube, como cuando hay elecciones, una catástrofe o muere un personaje histórico. ¿Desilusión? ¡Y mucha ilusión también!