TW
1

Antes de la eclosión de la clase media en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la vida en los países desarrollados tenía límites muy claros. Había ricos –tradicionalmente emparentados con la vieja aristocracia y también con los nuevos industriales y comerciantes– y había currantes. Nada más. Los de arriba inventaron eso tan jugoso que llamamos turismo y que, en su día, consistía en viajar a otros lugares del mundo –o regiones del propio país cuando las comunicaciones eran más precarias– para descubrir paisajes, aguas termales, las bondades gastronómicas, los baños de sol y de mar y algunas curiosidades históricas, arquitectónicas o artísticas. Todo se hacía con la calma que exigían los medios de transporte de entonces –primero coches de caballos y más tarde el tren o un barco–. Viajar era un lujo, igual que mantener en pie una mansión o coleccionar obras de arte, joyas y antigüedades, entretenimientos de la clase más adinerada. Durante unas décadas el ascenso de esa clase intermedia entre los ricos y los pobres ha propiciado que algunos de los lujos de los que gozaban unos alcanzaran a los otros, aunque en un tono siempre más de andar por casa. Hasta que surgió el turismo low cost, capaz de enviarnos a cualquier lugar del mundo, donde disfrutar de ocho días a la bartola por el equivalente al salario de un mes, o menos. Esto y las redes sociales provocaron que todos deseáramos de pronto nadar en Bali, contemplar a los elefantes enTailandia, asomarnos a un volcán en Islandia o surfear en la isla de Pascua. Parece que ya no. Viajar se ha encarecido un 30 por ciento desde la pandemia. Volverá a ser patrimonio de los muy ricos. Los currelas, me temo, regresaremos a los años cuarenta.