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Todos los candidatos a diputado que se presentan en estas elecciones nos sueltan la enorme mentira de que quieren nuestro voto para «defender los intereses de Baleares» en Madrid. Nos trasmiten la idea de que en el Congreso se sientan por regiones, como si fueran equipos de un concurso de televisión, y desde sus asientos muestran a España cuánto valemos, luchando ferozmente contra los andaluces, vascos o gallegos. Acuden a nuestra épica: la lucha denodada, sin límites, a cara de perro, agotadora, en jornadas interminables, para defender a su tierra de las agresiones del resto de España, que quiere apropiarse de lo nuestro, que nos quiere ningunear, pisotear, mancillar.

Todo una estupidez sin sentido. Un invento. Un sueño. Una obra de teatro. No porque esta sea la idea dominante en las campañas electorales de todo el país es verdad. Precisamente por eso es mentira, porque si todos, en las diecisiete autonomías, dicen que son agredidos, ¿quién es el agresor? Dónde está ese malvado que se queda con lo de todas las autonomías y que, lógicamente, debería nadar en riqueza. Nada de eso existe: se trata de una imagen recurrente que carece de todo fundamento pero que queda bonita y evoca en nosotros la idea de lucha encarnizada en defensa de la tribu.

Las cosas son mucho más burdas: los diputados no van al Congreso de los Diputados a defender a Baleares; los diputados van en teoría a representar a los ciudadanos de Baleares en la toma de decisiones sobre asuntos nacionales, de todo el país. Nuestros diputados opinan, deciden y votan sobre las escandalosas subvenciones a los parados andaluces, sobre la organización de las confederaciones hidrográficas peninsulares o sobre la protección de los Picos de Europa. Somos una parte de España y como tal tenemos derecho a participar en la toma de decisiones que nos afectan a todos. Es nuestra parte de responsabilidad en el destino del país.

Muchas veces nos da la impresión de que los nuestros en Madrid sólo se han de dedicar a lo nuestro. Y no es verdad. Sobre lo nuestro también deciden los gallegos o los vascos. Y sobre los asuntos de los demás, también votan los nuestros. Por eso, cuando los votemos, estaría bien saber qué piensan hacer con los asuntos cruciales para España, porque si España va bien, nosotros vamos bien, y al revés.

Esta es una de las mentiras más habituales en esta campaña electoral. Pero hay otra que está en la trastienda y es más grave: la falsificación de la representación. Estos diputados van a votar en nuestro nombre. Por lo tanto, sería su responsabilidad –y la nuestra– que haya concordancia entre lo que pensamos los ciudadanos de Baleares y lo que voten. Ese es el significado de representar: «actuar en nombre de». Ahí tiene lugar otra disfunción que desnaturaliza la democracia: les importa una higa nuestra opinión; son nuestros representantes pero nosotros, los representados, no les importamos. A nuestros representantes lo que de verdad les importa es lo que les ordena quien los ha puesto en el cargo, que es quien los va a evaluar en cuatro años y mandarlos a casa según lo fieles y sumisos que hayan sido a sus instrucciones. O sea, rinden pleitesía al jefe de su partido. Los votantes les damos lo mismo. Somos el pretexto. De hecho, no tenemos ni idea de quién nos representa, porque jamás han comparecido para explicarnos qué votan (¿recordaría usted a alguno de los actuales diputados?).

En este sentido, ni Podemos ni Vox son nueva política: Vox mandó a casa a varios diputados por no ser suficientemente fieles a Abascal; la explicación a por qué Iglesias quería a Montero en un puesto de salida de las listas de Sumar es la misma: fidelidad al jefe. Y al votante, que le den.

Observen pues cómo va nuestra democracia: no entendemos la función de nuestros diputados y, después, dejamos que hagan lo que les parezca. Perfectamente puede ocurrir que los votantes vayan por un lado y los diputados por otro. De hecho, es lo que sucede. En estas elecciones autonómicas y municipales, los ciudadanos hemos votado en contra de la ley del ‘solo sí es sí’ o contra la ley de la vivienda, aunque ni las autonomías, ni los ayuntamientos tienen nada que hacer en este sentido. O sea, una confusión completa porque la democracia directamente no funciona, está bloqueada, depende únicamente de las órdenes de los máximos líderes de los partidos políticos. Ellos y no los ciudadanos son el poder, los que mandan, los que cuentan. Y esos no se alinean por autonomías sino por partidos, pensando sólo en aumentar la cuota de poder.

Todo lo demás, pura pantomima. Teatro.