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La firmeza con la que el PP hacía valer sus resultados los primeros días postelectorales ha flaqueado y se ha pagado un precio excesivo por un preacuerdo con Vox cuyo contenido se contradice en buena medida con el mandato expresado en la convocatoria autonómica, alejado de cualquier extremismo. La presidencia del Parlament no encaja con el peso político de los ocho diputados de Vox, de ahí que sea muy difícil de entender la dejación de los populares al ceder la dirección de la Cámara. Más embarazoso todavía después de conocer los primeros posicionamientos del nuevo presidente, ejerciendo de quintacolumnista contra los fundamentos del Estado autonómico y de la autonomía de Baleares. Es cierto que hay precedentes de presidencias parlamentarias e incluso del Consell de Mallorca con sólo tres diputados (Unió Mallorquina), pero también lo es que no hay justificación para repetir tiempos oscuros de la política balear y sí para erradicar de una vez el uso de las instituciones como moneda de cambio entre partidos.

Los manuales de negociación entre partidos establecen que los pactos se alcanzan mediante las cesiones de unos y otros. En este caso, parece que sólo ha cedido el ganador de las elecciones. La presidencia del Parlament como gesto, si de eso se trataba, es desmesurado. Hay mucha diferencia entre verse obligado a tratar con el socio inevitable por falta de alternativas (la radicalización de la izquierda y la polarización política impiden cualquier fórmula de entendimiento) y tenderle la alfombra roja. El PP ha hecho su trabajo, ganar las elecciones. Vox ha de hacer el suyo: no dificultar el cambio. Después de Valencia, el partido verde, por el color de su logo, anda desencadenado exigiendo cuotas de poder que no se corresponden con el papel de partido minoritario decidido por los electores. Se escuda Vox en su pretensión de «vigilar» al PP. Pues bien, esa es la competencia de su grupo en el Parlament, cámara legislativa y de control al Govern, cuyos debates por cierto dirigirá un conmilitón. Todo ello, muy distinto a pretender imponer su programa y sus obsesiones, la hostilidad a la lengua catalana en primer término, al nuevo Ejecutivo.

Tras la elección del presidente de la Cámara, la izquierda y el PI se han lanzado al tremendismo de la «alerta antifascista» que en su día patentó Podemos, justo cuando se iniciaba su hundimiento. Ello supone un profundo desprecio hacia los ciudadanos que han elegido a Vox como su opción política, cuyo voto merece el mismo respeto que los obtenidos por quienes se rasgan las vestiduras. En todo caso, la Obra Cultural Balear, con un pronunciamiento realmente sibilino, les ha señalado el camino si quieren evitar la participación activa de la ultraderecha en la gobernanza de Baleares: ocho abstenciones para desarrollar el programa del partido más votado sin interferencias.

La experiencia de estos años, el partido mayoritario, el PSOE, arrastrado hacia la extrema izquierda por sus socios de Més y Podemos, debería servir de vacuna para no repetir el modelo, en las actuales circunstancias a la inversa, es decir un PP ganador por sus planteamientos de moderación y sentido común escorando hacia el ruido y la polémica como objetivos políticos, propios de los populismos.