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Recibir una herencia del pasado ha pasado de ser una alegría a convertirse en el origen de no pocos problemas. Estoy pensando, por ejemplo, en el debate político irreconciliable sobre el impuesto de sucesiones y donaciones. Un amigo me decía el otro día que había decidido renunciar al patrimonio familiar porque le resultaba más caro heredarlo que el valor de lo que iba a heredar.

En política pasa algo parecido. En una nueva legislatura, un gobierno municipal entrante recibe en herencia la gestión del gobierno saliente. Lo cual, en algunas ocasiones se puede convertir en el traspaso ineludible de un patrimonio envenenado. Contratos firmados, proyectos iniciados, ejecuciones a medio hacer, compromisos sin terminar. En plena moda de poner en marcha muchas obras cuando se convocan elecciones, llegamos a la formación de gobiernos locales con las calles levantadas y las plazas ocupadas por materiales de construcción.

Este domingo, paseando por la plaza de España, de Palma, intenté mirar el estado de las obras a través del enrejado de vallas que tienen el perímetro peatonal levantado. Entonces pensé en la herencia que tenía que asumir el nuevo gobierno municipal con aquel laberinto enjaulado. Una herencia obligada, le guste a no le guste a los nuevos inquilinos de Cort. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que la moda de hacer obras cuando va a haber elecciones es una fórmula de desagravio que obliga a los nuevos gestores a asumir proyectos que tal vez nunca harían.

El sentido común debería decirnos que las obras públicas se tendrían que hacer al principio de las legislaturas, no al final. Una vez terminadas las intervenciones urbanísticas, éstas se convertirían en modelos de gestión o fracasos de gobierno y serían razones objetivas para evaluar las actuaciones de los gobiernos locales.