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Vox ha obtenido una cuota de votos increíblemente alta en varias mesas electorales de Calvià o de barrios de Palma en las que en las últimas citas con las urnas Podemos arrasaba. Nadie sale de su asombro, especialmente el PSOE, que, a consecuencia de este bandazo, se ha visto condenado a la oposición, pese a que en Calvià había hecho una gestión municipal aceptable.

¿Por qué un votante de Podemos puede pasarse a Vox? ¿Es que las ideologías dan lo mismo?
Por supuesto, este no es un votante informado, documentado, sino que se trata de un elector intuitivo, que sospecha por dónde van los partidos a los que vota pero que no se ha molestado en hacer un análisis profundo. Se trata de un votante que busca el cambio, la ruptura, porque está descontento de cómo está funcionando el sistema político español; porque se ha quedado sin esperanzas y ve que su vida va a ir a peor. No es un votante que pida asfalto en su calle sino una renovación institucional, un giro real. Es obvio que estoy simplificando, porque quien se pasa de Podemos a Vox tiene problemas un poco más complicados que estos.

En efecto, Podemos cuando llegó a la política era la voz del cambio, la que quería devolver el poder al ciudadano; aspiraba a que de las instituciones estuvieran abiertas y que la política no fuera un coto cerrado. Lo que Pablo Iglesias decía con brillantez: acabar con la casta.

Evidentemente, Podemos ha sido un fiasco. Igual que su fundador abandonó Vallecas por Galapagar, el partido abandonó sus principios renovadores por los coches oficiales y las parcelas de poder. Su incapacidad para aplicarse a sí mismo los principios que exigía a los demás ha terminado por hundirle. Por eso sus votantes huyeron en busca de alternativas, aunque en esa huida terminen en Vox. Esta España que busca soluciones es nuestro drama de futuro: si en este mandato no hay respuestas, deberíamos preocuparnos.

Recuerdo aquellas elecciones europeas en las que un partido nuevo, de origen desconocido, se había hecho con una cuota electoral inesperada. Al día siguiente, la prensa se lanzó a hurgar en su ideología, todavía sin explicitar. En Madrid, yo escuché a Pablo Iglesias decir que Podemos no era ni de izquierdas ni de derechas, que era algo nuevo; en Palma, otro dirigente explicaba que ellos no venían a imponer el catalán sino que eran bilingües. En todos los sentidos, aquella frescura duró horas: una horda de desarrapados pilló al vuelo la posibilidad de vivir del cuento unos cuantos años y tomaron el partido por asalto. Entraron, se instalaron en los cargos, acabaron con la bobada de los círculos, se hicieron con el control del negocio, y aplicaron sus ideas, absolutamente ingenuas en el mejor los casos. Tal disparate aguantó dos mandatos, lo cual no está mal tratándose de una pandilla de ignorantes.

Podemos dilapidó su activo en tiempo récord y si los hubieran dejado, hubiera arrastrado también al PSOE. Sus disparates fueron tremendos: desde las políticas woke a la ley de la vivienda, desde sus apoyos en Latinoamérica a proponer supermercados estatales. A mí, personalmente, la mudanza a Galapagar, siendo menor, me pareció una muestra perfecta del doble lenguaje, demoledor en términos electorales. Sin embargo, sus ideas iniciales siguen siendo válidas: España necesita más transparencia; sus políticos deben responder ante los ciudadanos y no ante los jefes de los partidos a los que deben los cargos; el poder económico, todo, no sólo los que caen mal a Podemos, debe estar sometido a las leyes; no es justo que las facturas de los desastres –como la COVID, sin ir más lejos– caigan siempre sobre los trabajadores; es intolerable que los presidentes o secretarios generales de los partidos sigan siendo el único poder real existente hoy en España; los problemas se deben poder discutir sin apriorismos.

Al final, la pandilla de amiguetes que controlaba Podemos quedó en manos de los comunistas, que en su hundimiento han ido creando marcas que funcionaran como un repositorio de salvavidas: primero Izquierda Unida, después Podemos, ahora Sumar. Más o menos el cinco por ciento de los votos, con tendencia a la baja.

En el Podemos balear ha habido algún dirigente respetable que comprobó cuán bisoños eran sus compañeros, aunque no se atrevió a decirlo públicamente. Incluso ha habido una consellera seria y trabajadora como Mae de la Concha. Pero otros no se enteraron de nada, como el célebre Balti, y la mayoría, como Jarabo, han podido vivir unos años sin trabajar, lo que es mucho entre gente cuya preparación y competencia eran nulas.

Descanse en paz, para siempre.