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Yo soy una de esas mujeres que no se ha casado nunca. En mi adolescencia, cuando me preguntaban por el tema, siempre respondía que no le adjudicaba ninguna autoridad sobre mí a un cura y tampoco a un juez. Mucho menos a un concejal o a un alcalde. Al único hombre al que yo otorgaba alguna clase de superioridad sobre mí era mi padre y él nunca habría aceptado hacer de casamentero. Cuarenta años después sigo soltera y creo que moriré así. En esto me he adelantado a los tiempos. Vaticinan los expertos que para 2062 en el Reino Unido –datos extrapolables a gran parte del mundo desarrollado– se habrá extinguido la institución matrimonial. No es raro. Ha existido siempre, pero supeditada a cuestiones completamente superadas.

Por lo tanto ¿para qué perpetuarlo? ¿Cómo algo simbólico, ceremonial, festivo? Me temo que hoy en día sobrevive por eso, por lo folclórico de casarte de blanco, rodeada por familia y amigos, bailar y hacer un gran viaje. Todo regado con miles y miles de euros que sostienen un montón de negocios que orbitan alrededor del festejo. En lo esencial no es necesario para nada, solo un capricho. Los divorcios y separaciones están a la orden del día, te cases o no. Los mandatos católicos que sostienen el sacramento matrimonial saltaron por los aires hace décadas: castidad previa, virginidad, fidelidad. Históricamente un padre entregaba a su hija a otra familia para quitársela de encima –una boca menos que alimentar–, para consagrar alianzas económicas, políticas o territoriales, y para perpetuar el linaje sanguíneo. Esto hoy en nuestro entorno se considera una barbaridad machista. Resulta lógico, pues, que el amor perdure, el vínculo también, pero la institución matrimonial se extinga.