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Aunque no se hable ya de ellas, siguen las colas del hambre, que terminan, la mayoría, en comedores de parroquias o de organizaciones de la Iglesia católica. Es la Iglesia la que, a través de parroquias, congregaciones y de Cáritas, acoge a los miles de inmigrantes que viven y trabajan, a veces en condiciones infrahumanas, en los invernaderos de Almería. Hay casas de acogida para las mujeres que sufren violencia de género, como el Proyecto Marialar en Barcelona, o que quieren abandonar la prostitución, hartas de ser violadas por dinero. Es Cáritas quien sabe mejor que nadie lo que es el sinhogarismo, la realidad de quienes viven en barrios vulnerables e infraviviendas, en chabolas construidas con materiales de desecho o que están a punto de ser desahuciadas.

Organizaciones de Iglesia construyen sociedad en toda España con los migrantes venidos de lejos a los que acompañan en la formación y la búsqueda de empleo. O atienden a personas con discapacidad, arrinconados por la sociedad, pero con todos sus derechos, entre ellos el derecho a nacer y a vivir con dignidad. En los hospitales y en los centros educativos está la Iglesia, para formar la integridad de la persona. Y también en las cárceles, donde muchos presos solo son escuchados y atendidos humana y espiritualmente por sacerdotes, a veces su única visita en años de reclusión. Y eso sin hablar de los misioneros y misioneras que están allí donde la desigualdad, la guerra, la violencia y la explotación son la única ley. Y que no se van cuando todos los demás abandonan. Y de cientos de miles de voluntarios, muchos de ellos jóvenes. La Iglesia no es una empresa ni busca serlo, pero, como descubría un excelente reportaje de Vida Nueva, «desde su misión evangelizadora, que se traduce lo mismo en una guardería que en un asilo, en un museo diocesano o en centros de acogida, genera, al menos, unos 600.000 empleos directos». Eso convierte a la Iglesia en la entidad que más empleo genera en todo el país sólo por detrás de la Administración.