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Tras el poscoito electoral no ha habido tiempo ni para el cigarrillo de marras, dada la velocidad con la que Sánchez ha reaccionado al descalabro. Mientras, entre los resultados del domingo pasado y la inminencia de las generales, tirios y troyanos andan en el muy bizantino debate del voto de parte de la clase trabajadora a la ultraderecha, impactados ante el sorprendente hecho de que las víctimas puedan votar a sus verdugos. Se parte -algo de marxismo queda en las izquierdas- de que la existencia determina la conciencia, como fijara Marx en su VI tesis sobre Feuerbach, que si bien sigue siendo cierta en términos generales, no lo es -y ahora menos que nunca- en cuanto a la correlación entre condiciones de vida e ideología; al menos en la acepción vulgar de este último término, ya que para Marx la ideología no era más que el resultado de la distorsión de la percepción y la interpretación de la realidad mediada por la alienación, cosa que el capitalismo ha logrado llevar al extremo gracias al desarrollo de los medios de comunicación, los sistemas educativos idiotizantes y, más recientemente, el desarrollo espectacular de las tecnologías que afectan a las relaciones sociales. Y la manipulación del lenguaje, naturalmente. Pasolini ya lo vio claro hace cincuenta años: el verdadero fascismo no está en su cara totalitaria, sino en la luna oculta de la sociedad de consumo, el ámbito natural de una reaccionaria pequeña burguesía donde todos aspiran no a ser burgueses, sino a ser ricos.