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Amenudo recuerdo aquellos años setenta en los que vislumbrábamos el horizonte del nuevo milenio como quien se asoma a una película de ciencia ficción. El año dos mil era una quimera, parecía que nunca llegaría. Y, sin embargo, llegó, pasó y ya estamos a casi un cuarto de siglo de distancia. Las cosas han cambiado, desde luego, muchísimo, pero no en la dirección que esperábamos. Los grandes utópicos del siglo XX soñaban con un futuro tecnológico en el que las máquinas se encargarían de todos los trabajos brutos para dejar al ser humano la posibilidad de sublimarse a sí mismo gracias a su inteligencia superior. Nos tocaba disfrutar del arte, la música, la literatura, los viajes, la contemplación, las conversaciones filosóficas, la eterna búsqueda de la verdad y la belleza. ¡Ja! Resulta que el planeta gira en la dirección contraria. Los seres humanos seguimos al pie del cañón, haciéndonos cargo de los trabajos sucios, malolientes, pesados, difíciles, mientras las máquinas, esas dotadas ahora con inteligencia artificial, son las que se dedican a la creación, al arte. Vemos cómo son capaces de diseñar ilustraciones estupendas, componen poemas y piezas musicales más que dignas. ¿Por qué diantres les damos esos quehaceres cuando hay tanto penoso de lo que ocuparse? Quizá hemos perdido la batalla de la inteligencia. Algún lumbrera ha llegado a la conclusión de que para la fuerza bruta mejor las personas, que al fin y al cabo tienen mucho de burros. Y para la belleza, los robots. Viendo esto, no es raro que haya quien cree en la existencia de ese siniestro gobierno mundial en la sombra que no tiene más objetivo que esclavizarnos y condenarnos a la pobreza, la ignorancia y la servidumbre.