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Alos amantes del turrón, el final de las fiestas de Navidad nos solía provocar cada año una especie de estrés postraumático, pues los turrones eran retirados de los anaqueles de los supermercados poco después del 6 de enero y ya no volvían a los mismos hasta mediados o finales de noviembre. A lo largo de esos largos meses de espera, es decir, de angustia y sufrimiento, era imposible poder encontrar una sola barra de turrón en Palma, por lo que intentábamos sobrevivir como podíamos, comprando en las pastelerías productos alternativos, como robiols, ensaimadas o crespells, que, todo sea dicho, no estaban tampoco nada mal.

En ese contexto, seguro que entenderán que les diga que, para mí, lo mejor que le ha pasado a Palma en este último mandato no ha estado relacionado con ninguna actuación municipal concreta del Pacte o de la oposición, sino con la reciente apertura de dos tiendas especializadas en turrones en el centro histórico. Mi sueño de poder disfrutar de estos maravillosos dulces en cualquier época del año es ya por fin una realidad plena. Aun así, también es cierto que hasta ahora no he entrado aún en ninguno de ambos comercios, pero no ha sido por falta de ganas, sino por exceso de hemoglobina glucosilada. Enseguida que consiga normalizar los valores de esta última, podré sacar por fin a la luz ese pequeño transgresor que casi todos llevamos dentro, que en mi caso se caracteriza, esencialmente, por querer comer turrones en verano, por degustar helados en invierno y por decantarme por los robiols o los crespells durante el resto del año.