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Todos los españoles hemos soñado alguna vez que nos toca la lotería y los más disciplinados hemos diseñado planes minuciosos para la vida de lujo que creemos merecer. Con esa baza juegan los políticos, o sus asesores, que son listos y avariciosos. En campaña electoral desgranan en televisión, redes, mítines y prensa toda clase de chollos con los que desean ganarse nuestro voto. Algo tan humilde, tan pequeñito, es lo más valioso del mundo, porque de la suma de millones de ellos dependerá su futuro profesional y su estatus económico y de poder. Nadie que ha probado las mieles de estar arriba desea bajarse del pedestal. Y desaparecer en el olvido, como les ha ocurrido a tantos que aspiraron a y se quedaron por el camino.

A los políticos –de eso puedes estar bien seguro– les importa una mierda que no alcances a pagar la hipoteca, que tu hijo no obtenga plaza en el colegio que quieres o que tu hermana treintañera siga en casa de los padres porque es imposible, incluso matándose a trabajar, acceder a una vivienda. Y así podríamos glosar todos y cada uno de los problemas individuales o colectivos que afectan a la ciudadanía. Minucias. Ellos quieren el poder, el mangoneo, la adictiva sensación de ser intocable, de ser capaz de todo. Para conseguirlo mentirán como bellacos y prometerán el oro y el moro. Pero, ojo, esas cientos de medidas superatractivas que de pronto se les ocurren cuando está en juego su poltrona –pese a que lleven años gobernando– tienen un coste económico elefantiásico. Y lo saben. Pero da igual. ¿Alguien ha cuantificado cuánto nos costaría esa juerga de promesas y de dónde va a salir ese dinero? Siento decepcionar a la audiencia, pero aquí solo hay una respuesta correcta: de tu bolsillo.