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«Aquí no hay wi-fi, hablen entre ustedes». Esta frase solo se puede leer en la pizarra de un bar de barrio o de pueblo, donde la conversación es parte del café o la cerveza en el mostrador. En las mesas del salón y la terraza, el acercamiento y el palique son más restrictivos. Porque la taberna es algo más que un despacho de comidas y bebidas; políticos comprometidos con la situación de los pueblos pequeños que se extinguen en zonas deprimidas han llevado a las Cortes una propuesta para salvar los bares.

Quizá para salvar al pueblo, porque un municipio de pocos habitantes se muere cuando se cierra el bar. Desde una ciudad con cafeterías por todas partes es difícil apreciar lo que supone perder una referencia, una institución punto de encuentro, un aliciente para salir de casa por el café de máquina, el helado o la partida de tute y dominó.

Antes, la mayoría de edad social se conseguía con el permiso para tomar algo en ese lugar reservado para mayores. Como un rito iniciático, una experiencia para recordar. Se agradece esa iniciativa para salvar el bar de pueblo y otros pequeños negocios con ventajas económicas y fiscales por la ley de Economía Social. Como esta no es tierra que se vacía, sino tierra de promisión, estamos en el debate de si permitir minirestaurantes de barra en los mercados municipales y se permite con indiferencia la demolición de chiringuitos mientras se autorizan instalaciones de lujo en primera línea. El eslogan de la proposición parlamentaria es ‘No hay bar que por bien no venga’, tomado de la pizarra de precios y tapas.