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Siempre que un amante ve palidecer sus méritos, debe viajar, sentencia el mismísimo Stendhal en La Cartuja de Parma. Ignoro cuál es el origen y, sobre todo, el fundamento de la creencia, falsa por lo demás, de que en el sencillo hecho de salir a ver mundo se halla el infalible remedio de todos los males que debilitan el ánimo o te hacen pasar por idiota. Tampoco creo que a estas alturas sea ya esa la cuestión, de todas formas.

Que ahora a Pedro Sánchez se le haya ocurrido la idea de subvencionarles los viajes en tren y autobús por toda España y Europa a los menores de treinta años no ha sido porque, después de cinco años gobernando, haya descubierto de pronto los beneficios que para la juventud tiene abrirse a nuevos horizontes, hoy en Francia, mañana en Italia y el martes que viene, como no, en Bélgica, sino porque confía en que al hacerlo casi gratis se les pasen esas ganas insanas de votar al otro. Viajar te espabila un poco pero, desengáñense, pasarte horas esperando en el andén de una estación de tren, perder un autobús por cinco minutos o quedarte de pronto sin hotel una noche de invierno en París, ya lo he dicho, no te cura de nada por sí solo.

Ni siquiera del nacionalismo, por más que fuera Baroja, o no, quien lo afirmara. Ahí está Puigdemont, sin ir más lejos, que continúa sufriendo la peor de todas las pestes, que diría Zweig (este seguro), y lleva más de cinco años sin parar por casa.