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Hace unas semanas el presidente de EEUU anunció que se iba a presentar de nuevo a las elecciones. El octogenario señor Biden probablemente ya estaría retirado y disfrutando de una feliz jubilación si se hubiera dedicado a cualquier otra profesión. Pero existen personas –los políticos son un ejemplo muy representativo– que no se cansan. No descansan jamás. ¿Podríamos pensar que se trata de uno de los ejemplos más claros de vanidad humana? ¿Es acaso porque sienten un deseo tan grande de poder que no les cabe en el pecho? No. De ninguna manera. Lo hacen por su bondad. Una bondad sin medida. Una necesidad sobrehumana de hacer el bien y poner orden en el caos. Una generosidad, en fin, que les sobrepasa hasta límites insospechados.

Fíjense, si no, en el motivo de su decisión: lo hace por el bien de los norteamericanos, toda vez que se siente incapaz de abandonarlos en su lucha por la libertad. Ah… la libertad. Cuánto nos gustaría, a todos los habitantes del planeta en general, alcanzar lo inalcanzable. Biden es el adalid de la libertad. Y eso que el 70 % de los norteamericanos no quieren que se vuelva a presentar, más bien por considerarlo –como diríamos muy vulgarmente– un viejo chocho. Sin embargo, ante la amenaza de un malvado de categoría como Trump, nos quedamos con el otro. De los males, el menor. Los malos –que todo el mundo, desde el Polo Norte al Polo Sur, sabe quiénes son– juegan un papel esencial en el orden mundial, pues consiguen que los buenos brillen con más luz. Isak Dinesen, en su cuento La familia Cats, lo explicaba perfectamente: cada familia necesita su oveja negra. Es imprescindible. Pues así supuesta la bondad de los demás miembros resplandece y se reafirma a diario. Y así vivimos.