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E n el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Aplicado a la España de hoy, podríamos decir que la ignorancia generalizada convierte en creíbles determinados bulos que circulan por las redes sociales y que acaban por repetirse ad infinitum en los bares. Mi preferido es ese que –en un intento zafio por magnificar el franquismo– asegura que hace cincuenta años un padre de familia numerosa y clase obrera se compraba un piso en la ciudad, otro en la playa, un gran coche y disfrutaba de alegres vacaciones con sus ocho hijos solamente con un sueldo. Al mismo tiempo que escuchas esa sandez, ves en las mismas redes cómo comparten una foto de los años setenta en la que no había necesidad de pagar tarifas de aparcamiento en las calles porque apenas había coches. ¿Cómo nos cuadran las dos estampas? Es fácil: los obreros no tenían coche. En 1976 en España vivíamos 36 millones de personas (hoy 47), pero entonces la tasa de motorización era de 160 por cada mil habitantes. Hoy ronda los quinientos. Esas familias se apiñaban en pisos diminutos de protección oficial y la idea de tener en propiedad un apartamento en la costa era tan seductora como ahora, e igual de inalcanzable. Quizá a los que eran adultos entonces se les haya nublado la memoria, tal vez prefieran olvidar lo malo o, simplemente, no eran de clase trabajadora. La realidad es que esa imagen idílica del pasado solo se corresponde con los que estaban bien situados económicamente. Exactamente igual que hoy. Los pijos compran casas, apartamentos, coches de alta gama, viajan a lo grande y cenan en restaurantes caros al menos dos veces por semana. Los currantes, no. De hecho, el acceso de los obreros a ciertos «lujos» está muchísimo más generalizado ahora que en el pasado.