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Cuando me noto especialmente harto de escuchar y leer fanfarronadas y a toda clase de gente en posesión de la verdad alardeando de las mayores simplezas que ellos encuentran grandiosas y ya no puedo más con la grandilocuencia del presente, me guiso un arroz con ajos tiernos y me reconforto. Se trata del plato más fácil y simple del mundo, además de económico, y su exquisitez te limpia la cabeza y estómago de toda clase de tonterías complicadas. Ni siquiera las complejas fanfarronadas de los discursos gastronómicos y los chefs más artísticos resisten ante este arroz con ajos tiernos (y nada más, si acaso un puñado de garbanzos), que al primer bocado ya te devuelve el sentido de las proporciones, además del gusto, y pone a todos los bocazas sabiondos y jactanciosos en su sitio. No sé si hay más fanfarrones que nunca o si la tecnología de la comunicación los ha hecho más visibles y locuaces, pero se hable de política, cultura, moral, identidad o comida, cada vez que alguien abre la boca en público, te amarga la vida con su tono de superioridad y sus fanfarronadas sentenciosas. A la fanfarronería intelectual y política, que se dan por descontadas, se han unido la identitaria y hasta la íntima (abundan los jactanciosos de su propia intimidad), y sobre estas vanidades clásicas, sobrevuela otra más novedosa. La vanidad de ser una víctima. No hay fanfarrón que tras alardear de lo que sea (sus convicciones, su superioridad de juicio, sus habilidades), no se declare víctima histórica de injusticas. Retorica engreída, pero muy victimista. Y en esas estábamos cuando a medio telediario (ya han salido los psicólogos certificando esto o lo otro), aparece el tostón gastronómico y sus sofisticadas fanfarronadas eruditas. Es el momento de hacer un arroz con ajos tiernos. Poco más de diez minutos para hervir el arroz (que no se ablande demasiado, nada de risottos), y luego freír en la sartén donde se doran media docena de ajos tiernos. Garbanzos optativos. Ni las angulas de los cojones se le pueden comparar. Los ajos tiernos son un prodigio de blancura y suavidad, una belleza casi sobrenatural. Superior a la rosa. Y este manjar te quita todas las tonterías de la cabeza.