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En esta «emergencia habitacional» que estamos viviendo, alguien dijo el otro día que el propietario no es el enemigo. Obviamente, de no ser por ellos no existiría el mercado del alquiler. Sin embargo, en esta España –Balears es muy española en este sentido– de tan curtida tradición picaresca, muchos propietarios se convierten, si no en enemigos, en algo igual de despreciable. A mí personalmente no me entra en la cabeza la idea que tienen muchos de conseguir un salario completo –hoy el mínimo está en 1.260 euros mensuales– solo por tener un piso que seguramente heredó de su padre o de su abuela. Es decir, un individuo equis hereda una propiedad vieja, que durante décadas no ha recibido las inversiones de mantenimiento necesarias, la pone en alquiler sin gastar un duro ni en pintura, y pretende que, gracias a esa buena suerte y al esfuerzo de sus antepasados, él pueda vivir del cuento. De esos abundan. Y son los mismos que, cuando el inquilino reclama algún arreglo, se niegan y le dicen que lo pague él. Porque no concibe que de esos quince mil euros que obtiene al año de su propiedad haya una parte, aunque sea pequeña, que debe reinvertir para mantener en buen estado, incluso mejorar, el piso. En esto, como en cualquier otro ámbito, hay de todo. Propietarios que son un ejemplo y que tienen a sus inquilinos encantados, los que son miserables y los que no han tenido suerte y les ha tocado lidiar con un arrendatario de mierda. Que de esos también abundan. Hay que inferir, entonces, que el mundillo de lo habitacional es otro territorio perfectamente representativo de esa picaresca española tan repugnante. Parecen cosas del Siglo de Oro, imposibles en el tercer milenio, pero qué va. La trampa y la jeta están de plenísima actualidad.