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E ste será, tal vez, el meollo de las elecciones que se avecinan: el contraste ideológico, simple, epidérmico. El motivo es evidente: los indicadores económicos son positivos, tanto si se observan desde el ámbito macroeconómico como microeconómico. Hagamos memoria: los gobiernos progresistas han tenido que bregar en coyunturas muy difíciles. Recuérdense, en el caso de Balears, la crisis punto.com, los atentados en Nueva York –que incitaron el miedo a volar–, la Gran Recesión y, más recientemente, la crisis pandémica y las consecuencias de la guerra en Europa. Pero con las únicas excepciones de estas dos últimas, en las otras recesiones citadas los saldos económicos fueron negativos: cierres del crédito bancario, aumento del paro, crisis empresariales, etc., con consecuencias electorales letales para las izquierdas.

Ahora bien, las dos últimas crisis –subrayamos: la vírica y la bélica europea– están arrojando datos macro y microeconómicos que son muy positivos, máxime si se contrastan con otros territorios y naciones. Las afiliaciones a la Seguridad Social se han incrementado de manera palmaria, la tasa de paro se ha reducido, exportaciones de bienes y servicios crecen y se han ido creando más empresas. La inflación es una espada de Damocles que atañe a toda la economía, de manera que no es imputable solo a un Estado. Al mismo tiempo, las políticas fiscal y monetaria han contribuido a mejorar resultados y expectativas, en un giro copernicano de la visión de la política económica por buena parte de las instituciones. Se ha regado –y se riega–, desde abril-mayo de 2020, de ingentes cantidades de dinero a las administraciones periféricas desde Europa y desde el gobierno central en España. Así, la facilidad de los créditos, los ERTE, el dinero dejado a las empresas, los escudos sociales, las subidas en el SMI y en las pensiones, se han podido encarar con menores dificultades. Y con resultados incuestionables: positivos, porosos, granulares, desde la esfera macroeconómica hasta el mundo empresarial y de los colectivos más vulnerables.

Todo esto no son opiniones: son datos, avalados por bases públicas tanto nacionales como internacionales. De ahí que el caladero para crear distorsiones en el ámbito económico tiene un recorrido muy limitado. Cualquier descalificación grosera al respecto, podrá ser respondida, con contundencia, con numerosas variables que acabarán por ridiculizar al crítico. Ya está pasando. Por consiguiente, el teatro de operaciones ya no será la invocación célebre de «¡es la economía, estúpido!», sino otro diferente: ahora va a ser la ideología. Los grandes principios, aplaudidos cuando interesa, independientemente de la concreción: la libertad, sobre todo, con sus derivadas socio-económicas. La más ilustrativa: reducir los impuestos. Será en estas coordenadas en las que habrá más tela que cortar: criticar cualquier regularización, defender la liberalización absoluta de los mercados. Lo privado sobre lo público. El individuo sobre el colectivo.

Es en este terreno en el que se abonarán mensajes simples, sencillos, directos, sin matices. Y donde se podrán dirimir debates electorales.