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La chica sonríe a la cámara y entonces se dirige a sus dos acompañantes, que la esperan desnudos. Están en una nave industrial abandonada en la que han colocado una cama. Le quitan, más bien le arrancan, la ropa, la chica susurra algo sugerente en inglés, los dos tipos la tumban y empieza el zarandeo. Hay azotes en el culo, que se suponen placenteros, pero le dejan la marca de la mano en el cachete. Una zona roja que permanecerá así durante toda la película. Hay insultos, tirones de pelo, un intento de asfixia. Ella gime, se supone que encantada. Se supone. Las penetraciones, claro está, son bruscas, rápidas, una especie de competición brutal donde se pretende demostrar la fuerza de ellos, la flexibilidad de ella. La cámara lo registra todo durante veinte minutos en esa nave industrial abandonada, toda una coreografía de posturas absurdas para admirar al espectador. Algún insulto, un par de escupitajos, los tipos muestran sus músculos a la cámara y entonces llega la sinfonía final mientras ella no siente, ni padece, aunque actúa muy bien. Es un mero vehículo para rodar películas.

Esto es solo una muestra de una película porno ‘normal’. Porque existe la versión más dura, hay todo un submundo oscuro por ahí. Ahora cabe hacerse a la idea de que ese contenido, que se puede encontrar en Internet de buenas a primeras, es la base de la educación sexual de los jóvenes. Si se considera rutinario en las pantallas el azote, la brusquedad, la falta de consentimiento, el bukake y demás variedades, luego no cabe llevarse las manos a la cabeza si los jóvenes reproducen eso en sus relaciones. Si no han recibido más educación que Pornhub, reproducirán Pornhub.