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En una serie de países, desde Perú a Francia, la gente dirime en la calle sus diferencias con el Gobierno de turno. Y lo hace, además, con violencia.

Decir ‘la gente’ no es más que un eufemismo y una hipérbole para referirme a la izquierda, y una izquierda, además, violenta, que no acepta las reglas de convivencia y las normas de las instituciones.

En el otro extremo del arco ideológico, hay individuos como Trump y Bolsonaro que ponen en cuestión los resultados electorales y la imparcialidad y objetividad de las instancias públicas para instar a su desobediencia y a la rebelión de sus seguidores.

En ambos casos está visto, se trata de actitudes antidemocráticas, que no creen en la representatividad de los parlamentos y sí en el amedrentamiento de éstos por la acción popular y directa.

Pero volvamos a la situación de Francia, país más próximo a nosotros por tantos motivos. Allí, de nada le ha valido a Macron el ganar unas elecciones generales, el que la Asamblea haya ratificado su proyecto y el que haya fracasado la moción de censura a su persona. La violencia callejera continúa, desbordando con huelgas generales el ámbito concreto de la protesta inicial. Se trata de hacer daño al poder y a fe que lo están consiguiendo.

Si la calle sustituye a las instituciones, decíamos, la democracia se debilita y podríamos decir que agoniza: no hay leyes que valgan ni cauces pacíficos de expresar la voluntad popular y no sólo la de los manifestantes violentos.

En España, afortunadamente, estamos al margen de este tipo de acciones por dos motivos: porque gobiernan los radicales, en primer lugar, y porque nuestra derecha es pacífica y cumplidora de las leyes, por otra parte. Ello no quiere decir que entre nosotros no esté incrustada la moda antidemocrática que recorre el mundo, sino que no existen todavía condiciones que la hagan posible.