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Hace años que el mundo –al menos el occidental desarrollado, el otro seguramente no está para tantas tonterías– entró en esa realidad virtual que denominan ‘modernidad líquida’. Ríete tú del metaverso de Zuckerberg, ya vivimos en él, sin pilares ni columnas en las que apoyar la construcción de la realidad. Para quienes preferimos llamar al pan, pan y al vino, vino, la vida se está dificultando día a día. Recurrimos a frases como aquella de Bertrand Russell –o la cosa es cierta, o no lo es. Si es verdad, deberías creerlo, y si no lo es, no deberías hacerlo–, pero la verdad no es lo que era, sino lo que cada cual desea que sea. Ya no hay certezas, solo creencias, o sensaciones. Y eso, al parecer, va a misa. Incluso se ha convertido en delito negarlo. En ese ámbito de lo líquido y virtual sitúo la extraña noticia de que Ana Obregón ha sido madre. Que una persona sufra pérdidas como las que la han golpeado a ella y caiga en un pozo oscuro lo entendemos todos. Que trate de salir de ahí, también. Que a los 68 años encuentre la solución a su tristeza en comprarse una niña, pues ya no. Porque no es un perrito y tampoco es una hija. Es un objeto de consumo –como las pastillas que le habrá recetado su psiquiatra– en el que apoyarse para volver a la vida. A la alegría. ¿Nadie ha pensado en esa criatura? Que viene al mundo entre flashes, adoptada por una mujer a punto de entrar en la ancianidad y hundida en la pena. El detalle más denigrante es que la supuesta madre salga del hospital en silla de ruedas. ¿Acaso acaba de salir del paritorio? ¿Tiene puntos en la entrepierna? ¿Sangrados? ¿Todavía está bajo los efectos de la anestesia epidural? Atrás queda la verdadera madre de ese bebé y nadie ha reparado en su pérdida.