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Un inconfundible retrato de monseñor Óscar Romero, a sus espaldas, preside el recinto donde Nayib Bukele pronuncia su discurso. No es un mero adorno, el retrato, es el reconocimiento a la verdad de las palabras y de los hechos del arzobispo. 43 años antes, el 24 de marzo de 1980, la lucha entre campesinos y militares se había cobrado ya muchas vidas, entre ellas las de quien esto dijo: «En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben al Cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión». Se oyen unos disparos, el arzobispo de San Salvador cae y muere poco después. En esa misma región reina hoy un dilema ¿es mejor el régimen de Bukele o el de Colombia cuyo presidente sostiene que los problemas se resuelven con universidades, lo cual, sobre el papel, es cierto, solo que ese país no está precisamente exento de problemas… ¿Qué hacemos? ¿Meter a todo el mundo en la cárcel o establecer un sistema de reinserción por el trabajo, la educación, la formación? Bukele lanza un mensaje que, a corto plazo, obtiene resultados: las pandillas han sido, en gran medida eliminadas. La población respira aliviada, ya pueden salir a la calle sin temor y los países vecinos envidian esa ‘seguridad ciudadana’. Sin embargo, no se puede vencer el mal con el mal. Bukele exhibe unas ‘masas’ de prisioneros medio desnudos, encadenados, tatuados corriendo de una cárcel a otra en cuclillas, las manos a la cabeza. Ese es un espectáculo que humilla más a quien lo presencia que a quien desfila, un atentado a la más elemental dignidad humana. Ni siquiera en un mundo salvaje puede triunfar esa dialéctica. Mons. Romero desde el Cielo seguramente conmina «En nombre de Dios, cese la represión».