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El mundo de los sentires es tan volátil que resulta un imposible meterlo en un frasco. La ley trans aboga por la igualdad de un colectivo en el que priman los sentires. Les da carta de naturaleza el sentirse. Para ser mujer basta con sentirse mujer. ¡Glups!

Hago memoria. Creo que atendí a razones biológicas para semejante sentir. Los primeros dolores menstruales le decían a mi cuerpo que era mujer pero era la publicidad, la educación, la religión de toda una época la que insistía en decirnos qué era ser mujer, qué significaba. Seguí mirando a mi cuerpo, a mi biología y tuve claro mi sexo. El género me lo dibujaba el modelo histórico, económico, y de ahí, cultural, que ha construido la sociedad regida por los hombres, el modelo patriarcal.

Esta semana con motivo del 8-M se ha vuelto a escenificar la división entre feministas y transfeministas, divididas por la ley trans, que se sustancia en el mundo de los sentires. A partir de los 16 años, puedes cambiar de sexo porque tu puedes autodeterminar tu género. A los 16 años, en pleno estallido hormonal, ya puedes dejar tu cuerpo a la industria farmacológica para que te resitue en tu nuevo sentir. Desde mi profundo respeto, claramente confesar que me resulta difícil asumir esa madurez identitaria que te lleva a someter a tu cuerpo a un cóctel molotov de hormonas con solo 16 años. ¡Poca broma!

Si de sentires va la cosa, me manifiesto apesadumbrada con el sí a la legalización de la prostitución que defienden algunos colectivos, incluso entre quienes la ejercen. En mis sentires, desearía un mundo en el que nadie tuviera que vender su cuerpo porque en ese ambiguo contrato entre las partes siempre, siempre, hay un eslabón débil, el de la persona que se prostituye. Legalizarlo es perpetuar un poder que está en manos de los de siempre. Poco ha cambiado la historia.

El franquismo, contrariamente a la República, legalizó unos años la prostitución no porque en su sentir quisiera dignificar a las mujeres que se prostituían (no contempló la prostitución de hombres) sino porque quería perpetuar su sistema tradicional de familia y una moral que a las esposas las quería sumisas y a ellos machos alfa, por ello, los quiebros de esos hombres acababan en los burdeles. Puritanismo puro y duro.

Soy abolicionista porque si de sentires vamos, me siento inquilina de un mundo en el que no quiero que nadie ejerza su poder sobre mí, mi sentir popular quiere un mundo sin pisotones, sin esas brechas que ofenden, que desamparan, que mancillan siglos de lucha, que matan. Como escribió el poeta Agustín García Calvo, «libre te quiero, ni de dios ni de nadie, ni mía siquiera». Pongámonos de acuerdo mujeres del XXI antes de que toda la sociedad acabe convertida en transhumana. Discutamos si es necesario, pero tengamos claro que a río revuelto, ganancia de pescadores. Y ya sabemos quiénes pescan aquí. Pues eso.