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La precampaña electoral genera monstruos. Declaraciones extremas. Estrambóticas. Una: los servicios públicos deben operar con menos recursos. No deja de ser una paradoja, desde el momento en que en épocas de tribulaciones, todo el mundo, sin excepción, se vuelve hacia la capacidad del Estado para ofrecer soluciones. Muchos de los que abogan por una mayor delgadez de lo público, de la intervención del sector público en la economía, no tienen empacho alguno para solicitar ayudas –que se reclaman insistentemente– a las administraciones públicas. Parece que acotar lo público se circunscribe a los servicios que se prestan desde los gobiernos.

Y a parte de los de seguridad y justicia –de gran relevancia–, que se quieren preservados, los partidarios de la anorexia en lo público se ciñen a los servicios considerados como más estratégicos socialmente: la educación y la sanidad, si bien cabe decir que no son los únicos. En efecto, los servicios sociales también cuentan, junto a otros relevantes aspectos como las inversiones en investigación, en suma, en la economía del conocimiento.

La orientación para adelgazar lo público en la economía tiene dos elementos de enorme significación. El primero, potenciar lo privado: anteponer las actividades calificadas de mercado frente a aquellas que no tienen afán de lucro. Se advierte entonces que se gana en eficacia, en eficiencia. Efectivamente, para los resultados empresariales privados, que no siempre encajan con las satisfacciones sociales. El segundo elemento remite a la política tributaria: la tala de servicios públicos podría permitir la reducción de impuestos –ese gran mantra equívoco y falso de la economía conservadora– sobre todo a las franjas más ricas de la población. Segmentos sociales que tienen disponibilidad para ir, por tanto, a potenciar el objetivo: lo privado.

Porque recortar los servicios públicos tiene consecuencias letales para el grueso de una población que no tiene los ingresos para encarar los proyectos educativos (el acceso a una educación universal y gratuita) y los requerimientos sanitarios (disponer de una sanidad universal y gratuita). Los modelos que van en la dirección de lo privado hacen el surco más claro y profundo: privatizar los servicios esenciales, o generar modelos de gestión que se han revelado, en la práctica, fallidos. Se está aplicando, en la comunidad de Madrid, una estrategia sanitaria que descansa más sobre la enfermería que sobre los médicos –siguiendo el desastroso ejemplo británico–, de manera que ya existen centros de salud en los que no hay un solo galeno. No estamos ante hipótesis: la propia consejería madrileña de Sanidad lo ha declarado, por escrito. Es la pauperización de lo público, para favorecer el contrapunto de lo privado. Ambos, público y privado, deben existir.

Cada uno en sus cometidos, con sus objetivos. Pero la apuesta por los mecanismos duros y acríticos de mercado no se puede desarrollar con la decapitación de los servicios públicos. La aberración, ya servida. Se debatirá, con seguridad, en las próximas contiendas electorales. La ciudadanía debe saber las consecuencias de todo ello.