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Las mujeres hemos pasado siglos, milenios seguramente, escuchando esa frasecita humillante que dice «calladita estás más guapa». Y hemos callado, vaya que sí. Hasta ahora, que nos atrevemos, algunas, no todas, a decir con la boca pequeña ciertas obviedades. Por ejemplo, que todo lo que concierne a la maternidad es asunto nuestro. Lo ha sido, lo es y lo será eternamente. Ningún varón, jamás, quedará embarazado y no solo eso, sino que no parirá, no amamantará y no apechugará con la larguísima crianza de ese niño que ha traído al mundo. Porque hoy, en nuestra sociedad, sacar adelante una familia –es decir, a unos hijos– supone esfuerzo, sacrificio, trabajo y desvelos durante casi treinta años, que es cuando el churumbel, al fin, es capaz de valerse plenamente por sí mismo. De eso se enteran algunos varones, pero no todos los que se colocan el pin de ‘padre’. Muchos, demasiados, se limitan a sembrar la semilla.

Otros acompañan, apoyan y los hay incluso que crían con el mismo esfuerzo y desvelo que su mujer. Pero esos son una excepción en el mundo. Por eso me pone la piel de gallina ver a un montón de señoros vestidos con sus túnicas y sus sombreros, representantes de la mayoría de las religiones presentes en España, afirmando cosas –cualquier cosa, da igual– sobre la maternidad, los embarazos, el aborto. Por ahí no paso. Estos señoros teóricamente no tienen vida sexual. Tampoco sacan adelante a una familia, no tienen hijos ni mujer y se desentienden de hermanos, padres, sobrinos porque dedican su vida al sacerdocio. Es decir, no tienen la menor autoridad para hablar del tema. Quizá podrían tener autoridad moral, pero viendo cómo están las cosas en la trastienda, mejor se quedan calladitos.