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El conseller Martí March anunció –al fin, pues era un secreto a voces desde hace meses– su candidatura a la alcaldía de Pollença en las elecciones locales del próximo mes de mayo por la lista del PSIB. Él mismo me había negado hasta en dos ocasiones este extremo, aunque obviamente no le creí, porque la política está sujeta a ciertos ritos y hay mentiras sistémicas que forman parte de ellos.
La noticia, pues, no me sorprendió en absoluto, porque el preludio o, en este caso, el colofón lógico a cualquier carrera política es la alcaldía de la localidad en la que uno ha nacido o vive, quizás el máximo honor que un político puede alcanzar.

March, además, forma parte de una saga de alcaldes pollencins. Su padre, Martí March Vives, fue primer edil durante el franquismo –de 1955 a 1961–, también durante la Transición, y en dos legislaturas distintas del período democrático, encabezando candidaturas de UCD y CDS. Fue un alcalde muy querido, cuya larga carrera política demuestra que la valía personal de tantos cargos de la época se sobreponía en muchas ocasiones a las limitaciones intrínsecas a la dictadura, algo de lo que la izquierda actual –de encefalograma plano– no quiere ni oír hablar, porque el suyo es un mundo maniqueo de buenos y malos, en el que todo lo que provenía de la época franquista era perverso. Allá ellos.

March es también hermano del activista del ecologismo y político nacionalista Miquel Àngel March, último alcalde izquierdista que ha tenido Pollença, en una legislatura que no pasará a la historia precisamente por sus hitos.

El conseller, en cualquier caso, no lo va a tener fácil, porque enfrente va a encontrarse a Tomeu Cifre, un excelente alcalde centrista que, además, ha demostrado cintura política para pactar con diferentes formaciones, de manera que las espadas están en todo lo alto.

- La candidatura municipal de March ha desatado la guerra por sucederle. Esa es la herencia de la que hoy quiero hablarles. De la otra, del balance de su gestión al frente de la Conselleria d’Educació, lo haremos otro día.

Lo cierto es que Martí March ha estado desigualmente rodeado por sus colaboradores. Si de Antoni Morante podemos destacar su fidelidad al jefe, su desgaste personal y su gran conocimiento del sector –al fin y al cabo era y es, sobre todo, un docente con amplia experiencia directiva–, en otras direcciones generales y en escalones inferiores de gestión, el conseller ha estado pésimamente arropado.

Autodescartado Morante para optar a la sucesión –salvo que alguien consiga engañarle– estaba claro que el exsindicalista Antoni Baos y la manacorina Amanda Fernández iban a buscar posicionarse en los primeros asientos para la lectura del testamento. La guerra –larvada, claro– ha comenzado y está adquiriendo tintes chuscos. Ninguno de los ‘herederos’ quiere caer en errores de gestión de aquí al mes de mayo, o procuran, al menos, que dichos yerros no trasciendan.

Pero los sindicatos de la enseñanza pública y concertada no están dispuestos a dar tregua, porque también hay procesos electorales en marcha en su ámbito, al margen de negociaciones con la administración y el sector que se eternizan sin motivo alguno.

Eso, y que todo pende de que el Pacte vuelva a gobernar, algo cada vez menos claro.