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Cuando Julio César sometió a las tribus galas (salvo una pequeña aldea) y conquistó un territorio que iba del Mediterráneo hasta el canal de la Mancha, difícilmente podía pensar que el Imperio romano iba a derrumbarse varios siglos más tarde. Estaba convencido de la fortaleza del imperio. Cuando en los siglos XVI a XVIII, el inmenso océano Pacífico era el «lago español» gracias en parte al famoso «galeón de Manila», la primera línea comercial del mundo globalizado, que a partir de 1565 unía regularmente Manila con Acapulco, el monarca español no podía pensar en la decadencia y desaparición de aquel imperio en el que nunca se ponía el sol.

Por eso mismo, cuando se firmó el Tratado de Maastricht de la Unión Europea en 1992, tan solo dos meses después de la desaparición de la URSS y cuando en 2004 diez países (ocho del antiguo bloque comunista, Malta y Chipre) ingresaron en la Unión Europea, era lógico imaginar que la democracia había venido para quedarse para siempre en nuestro continente.

La guerra en Ucrania está poniendo a prueba el sistema. No todo el mundo asimila democracia con eficacia, ni democracia con sistema adecuado. En 1995, el presidente de la Philips, al que visité en mi condición de embajador en Países Bajos, me dijo «nosotros los empresarios, toleramos la democracia porque no nos queda más remedio, pero no es el mejor sistema para nuestros negocios». No me caí de la silla de milagro

Lo que hoy parece fuerte y sólido, mañana puede corroerse desde dentro o por erosión externa. Buscar el resultado a toda costa por encima de los principios y de los valores humanos puede ser desastroso a largo plazo.

La creciente falta de ética en el trasfondo político, la progresiva implantación de un metalenguaje político que solo satisface a los políticos, pero inasumible para los ciudadanos, la búsqueda del poder por el poder sin acercarse a las soluciones de sentido común, la falta de un discurso político sustituido por 30 segundos de un noticiero televisivo o 280 caracteres de un tuit, el desprecio al adversario y el insulto al oponente, todo esto, degrada la democracia y la hace más vulnerable.

Los síntomas de la enfermedad empiezan a ser muy visibles y de continuar por este camino algún día nos encontraremos con que la democracia ha sido arrinconada porque no servía. Ese es el campo de los populistas. No necesitan de la pluralidad porque ellos dicen representar al pueblo soberano y, como es sabido, pueblo no hay más que uno. No tenemos un médico que haga milagros, ni lo queremos. Pero quizá podríamos empezar por votar mejor. Así, la democracia no será eterna, pero sí más longeva.