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Durante algún tiempo muchos españoles miraban hacia Catalunya con envidia, con admiración. Era la región más próspera, con fama de tener talento, empuje y creatividad, donde proliferó una burguesía capaz de crear industrias rentables que atraían a miles y miles de inmigrantes. Los que leían libros de historia sabían que esos admirables empresarios utilizaban pistolas y asesinatos para acabar con los sindicalistas y que gran parte de la población que aceptaba a los nouvinguts como mano de obra, en el fondo los menospreciaba por puro y simple racismo y clasismo. Cuando al fin los gobernantes tuvieron la oportunidad de plantear con seriedad la opción de la independencia se dedicaron a lo que hacen todos los políticos: propaganda, consignas, fotos y mucho blablablá, pero a la postre no supieron estar a la altura. El ‘procés’ fracasó y lo hizo por una razón sencillísima: no hay una mayoría clara de catalanes deseando conformar su propio país. Tal vez por el enorme peso de la inmigración, quizá por miedo, quién sabe. Lo cierto es que aquello del 1 de octubre de 2017 se quedó en una bienintencionada pantomima sin resultados. Bueno sí, un montón de procesados y encarcelados. Ahora las extravagantes sinergias de la política han puesto el punto final a la vendetta nacionalista española y los presos están libres. Pero, ojo, siguen instalados en la secular soberbia catalana, porque advierten que el ‘procés’ no ha terminado. Y lo dicen con rencor apuntando con el dedo acusador precisamente a quien les abrió la puerta de la cárcel. Hay que tener morro. Esa actitud prepotente no tiene otro afán que ocultar una realidad incomodísima: no son mayoría. Aunque lograran un referéndum legal, lo perderían. Y lo saben.